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"SIN TECHO" NUEVE NIÑOS HAN PASADO UN AÑO EN CHABOLAS

Un aljibe bajo tierra, un furgón y una caseta acogen a seis vecinos de Paterna

El hogar de Jerónimo, de 56 años, es un aljibe a tres metros bajo tierra. Un joven matrimonio vive con sus dos niños en un furgón varado a escasos metros del Ayuntamiento. A sus 92 años, Miguel le pidió a un vecino que le dejara extender su jergón en la caseta de obras en la que guardaba a sus perros. A estos casos de viviendas precarias que sufre Paterna hay que sumarles los nueve niños que han pasado un año en chabolas.

La adolescente que ha vivido los últimos siete años encerrada en una casa fétida de Paterna, sin hablar y alimentada sólo con biberones -a pesar de las constantes denuncias de los vecinos ante el Ayuntamiento- no es un caso aislado. Otras personas, incluidos niños y ancianos, malviven desde hace años en condiciones infrahumanas dentro del término municipal. Los equipos de servicios sociales están informados de su situación. Los contados metros cuadrados del piso de sus padres, en los Grupos de La Mercé, no dan para más: en sus dos habitaciones se apretujan como pueden ocho personas. No hay espacio para Miguel Fernando, de 24 años, su esposa Marcelina, de 22, y sus dos hijos de cuatro años y de 19 meses. Marcelina confiesa que el escaso dinero que ganan con la recogida de chatarra apenas les alcanza para alimentarse. "No llega para pagar el alquiler de un piso", asegura. Ante esta situación, esta familia empadronada en Paterna decidió hace tres años fijar su residencia en un furgón de la marca Pegaso, aparcado en el descampado de las cuevas, frente al bloque en el que viven los padres de Miguel Fernando y a un centenar de metros del Ayuntamiento. "Subimos al piso de mis suegros para ir al cuarto de baño, asearnos y lavar la ropa", detalla Marcelina. "Es muy incómodo vivir en el furgón porque tenemos muy poco espacio, si uno se sienta otro tiene que levantarse". Pese a todo, subraya que son "gente civilizada y se preocupan de tener siempre limpio el furgón", aunque no reúne las condiciones higiénicas mínimas para una estancia prolongada. Marcelina está preocupada por sus hijos, a los que lleva al colegio sin falta. Esta familia lleva tres años pidiendo una vivienda social. "Tienen derecho, pero no hay pisos porque el Instituto Valenciano de la Vivienda (IVVSA) no arregla con rapidez los desperfectos de los que quedan vacíos", alega el edil de Servicios Sociales, Domingo Rozalén, de EU. Jerónimo lleva un año viviendo a tres metros bajo tierra en un aljibe abandonado. Su estrambótica morada está en una isleta rodeada por los cuatro costados por la autopista A-7 y los enlaces de la V-30. La halló mientras buscaba espárragos. Le urgía mudarse porque las excavadoras se enseñorearon de los terrenos próximos a la Pista de Ademuz en los que había instalado su chabola durante cinco años. Jerónimo se había acostumbrado a vivir bajo tierra durante tres años en un búnker de la guerra civil en la Casa de Campo de Madrid. "En los albergues te dan vales para unos días, pero si no encuentras trabajo vuelves a la calle", explica Jerónimo, que vagabundea desde que quebró la empresa en la que trabajaba, hace casi 30 años. El tiempo que lleva sin ver a sus tres hijas. "¿Cómo voy a presentarme ante ellas sin trabajo y sin nada? Me escupirían a la cara...", afirma este hombre que se limpia a conciencia "como en la guerra", dándose friegas con una toalla enjabonada. Por las noches camina más de una docena de kilómetros para buscar viandas en los contenedores próximos a los supermercados y recoger chatarra para comprar velas y pilas para su único compañero, un aparato de radio. Como el resto de las personas que ocupan viviendas precarias recibe visitas de los agentes de la Policía Local, que le invitan a un pitillo y se interesan por su estado. Tras sentirse "maltratado" en dos residencias, Miguel, de 92 años, se acomodó en una caseta de obras de La Coma, en la que un vecino guardaba a sus perros. Tiene agua corriente y una bombona para cocinar. Apura tanto su pensión que el brik de vino le dura una semana. Confía en que el alcalde le facilite el piso que le "prometió" antes de que los cirios que le alumbran provoquen una tragedia. A pesar de sus penurias siempre viste con elegancia. "Tengo cuatro trajes que ya los quisiera un señor", presume. Sus hijos y nietos nunca acuden a verle. "Mi carrera es la del hambre", confiesa mientra pela judías a la puerta de la caseta.

Cuando el cabo de la Policía Local le preguntó a Josefa en abril si cumplía con su obligación de escolarizar a sus hijas, las niñas clamaron al unísono: "Yo quiero ir al cole, mamá, ¿por qué no puedo ir". La súplica de las niñas, de siete y cinco años, irritó a la madre, que se sintió descubierta y gritó a las niñas que se callaran. Las protagonistas de ese diálogo forman parte del colectivo de nueve niños, dos ancianos y otros tres adultos de una familia que han vivido desde junio hasta la pasada semana en dos chabolas de la partida de Despeñaperros. María, la hermana de Josefa, no se oponía a que sus hijos fueran al colegio. Pero como dejaba la chabola temprano para recoger chatarra, los niños, de 13, 11 y 9 años, tenían que caminar varios kilómetros solos para coger el autobús escolar. La policía ha constatado que los nueve niños corrían el riesgo de ahogarse porque se lavaban en la acequia de Montcada, de sufrir un incendio porque se alumbraban con velas, y vivían rodeados de basura. Los servicios sociales urgieron a la familia a que se fuera cuando recibieron el informe policial.

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