Los buenos sentimientos RAFAEL ARGULLOL
Antes de la televisión, una novela era, popularmente, un librito que contenía aventuras y desventuras amorosas. A juzgar por lo que podía observarse desde unos ojos infantiles había miles de ellas, aparentemente todas iguales, amontonadas por cualquier lado. Las ediciones eran siempre misérrimas, con portadas coloreadas y páginas amarillentas. Librerías de préstamo, estratégicamente situadas, esparcían kilos de sentimientos por toda la ciudad. Con la televisión, como es sabido, se abandonó esta forma eficaz pero rudimentaria para desarrollar un producto más cómodo, sofisticado y universal. Desde el punto de vista del embrutecimiento mental, la telenovela ofrecía la ventaja de que ni siquiera había que realizar la penosa operación de leer. Tampoco hacía falta acudir a la humilde librería de barrio pues los sentimientos se precipitaban confortablemente desde la pantalla. Sin embargo, la continuidad entre aquellas modestas obritas y las costosísimas producciones actuales se cimienta en el permanente uso -abuso- del sentimentalismo. Hace unas semanas este periódico reproducía unas declaraciones de Gore Vidal en las que éste, con su creciente e implacable lucidez, denunciaba la insaciable manipulación emocional que ha caracterizado a la época moderna. Según Vidal, el control y canalización de las emociones mediante una determinada literatura popular ha resultado una de las mejores armas en el triunfo del capitalismo. Lo peor, no obstante, para el escritor norteamericano, es que esta literatura ha acabado apoderándose de toda la literatura: "De modo que tenemos las novelas de sueños cumplidos y luego las novelas de víctimas, para ser leídas probablemente por otras víctimas". La novedad, por tanto, sería la generalizada contaminación del sentimentalismo en las distintas expresiones de cultura, directamente proporcional, por otra parte, al debilitamiento de las ideas. La ausencia de resistencia crítica contribuye no poco a la degradación del mundo de las emociones y a la instauración de un horizonte en el que lo rutinario y trivial es presentado como imevitable. Convertida en la epopeya triunfante de nuestros días, la intimidad ocupa -ya obscena- todo el escenario: desde la literatura que antes se hubiera denominado popular hasta la literatura que todavía se considera culta. Por encima de la reflexión y de la imaginación se impone una vertiente demagógica de la psicología que lleva a muchos autores a acercarse al "alma humana", en general para referirse exclusivamente a la suya, si es que la tienen. Con respecto a la narrativa norteamericana, Gore Vidal opinaba: "La mayoría de los novelistas escribe acerca de su mezquina vida... Se casan, se divorcian, y escriben sobre ello... Eso constituye el 90% de la literatura novelesca. El 10% restante es pura fantasía para el ama de casa que sueña con la vida de Elisabeth Taylor, con todos esos diamantes y amantes". En versión pequeño mundo no es muy distinto aquí. La novela psicologista penetra en el alma humana con la finura del elefante en la cacharrería. Los siempre novedosos problemas -"problemática"- de la pareja son recordados con el dramatismo de lo irrepetible, como si en efecto sólo ahora hubiéramos inventado la pasión amorosa. En cuanto al erotismo, la hipotética provocación escandalosa acostumbra a olvidar el viejo principio de que cada generación cree descubrir perversiones sin precedentes hasta que, arrinconada por la generación siguiente, comprueba que también todas las anteriores pensaban lo mismo. La lectura de libros de historia desanimaría a muchos de nuestros escritores y escritoras respecto a la originalidad de sus fantasías. Con todo, la modalidad más irritante de esta tragicomedia de la vulgaridad es el autopsicologismo de aquellos autores que encuentran épica su propia mediocridad. Algún peligroso síntoma de enfermedad cultural debe manifestarse en una sociedad donde proliferan los artífices de dietarios, cuya mayor aventura, en muchos casos, estriba, al parecer, en desayunarse cada día un café con leche y una ensaimada. Que esos héroes se vean en la obligación de comunicar una noticia de este tipo a la humanidad sí aparenta ser una perversión radicalmente nueva. Nada de todo esto tendría la menor importancia si el público tuviese acceso a una información crítica. Pero los mecanismos de difusión actúan en sentido contrario. Los editores, con pocas excepciones, renuncian al rigor en la elección de los autores; los medios de comunicación mezclan a menudo, sin oportunidad de distinción, el éxito y la calidad; las grandes superficies de venta, con criterios meramente horizontales de cantidad, arrinconan cada vez más a las librerías literarias que se enorgullecían de sus fondos. No es extraño, en consecuencia, que en alguna universidad no se tenga tiempo de estudiar a Llull o a Cervantes, porque es prioritario hacer saber a los estudiantes que la ensaimada del héroe era, en realidad, una ensaimada rellena de cabello de ángel.
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