¿Retroceso democrático?
No tengo autoridad ni propósito alguno para enjuiciar ni la trayectoria ni la dimisión de José Borrell como candidato del PSOE. Si yo hubiera sido militante socialista no le hubiera votado en las elecciones primarias y si hubiera sido dirigente popular no me hubiera dedicado a su caza y captura. La única política que me atrae requiere otros talantes. Sin duda, a la altura de nuestro tiempo, el primero de ellos debiera ser el democrático, y lamento de veras que la experiencia Borrell va a suponer un importante retroceso en algo tan urgente como la imprescindible democratización de los partidos políticos españoles, verdadera asignatura pendiente de nuestro sistema.En efecto, los partidos políticos nacidos o crecidos -a estos efectos da igual- con la transición democrática cuentan, al inicio, con liderazgos naturales de tipo carismático: Suárez, González, Fraga, Carrillo, Pujol y Arzalluz son ejemplos de ello. Este tipo de liderazgos no facilita la democracia interna del partido respectivo, pero también es verdad que permiten prescindir de ella.
El líder carismático empalma con las bases y, más aún, con los simpatizantes y votantes por encima y aun a pesar de la maquinaria del partido. La adhesión personal es una forma de democracia material. Ahora bien, cuando el tiempo, que nada deja sano, engulle tales liderazgos, los sucesores asumen el mismo poder aunque no el carisma, que, por definición, no es rutinizable. La falta de la democracia material se suma así al autoritarismo formal, ya de un líder único ya de una oligarquía burocrática.
El resultado es que el partido en vez de manifestar la voluntad popular, como dice el artículo 6 de la Constitución Española, la sustituye. Así, por ejemplo, los representantes del pueblo en Ayuntamientos, Asambleas y Cámaras a quienes representan es a los diferentes partidos y concejales, diputados o senadores, de verdad, es bien sabido que son designados no por los electores, sino por la dirección del partido respectivo. Las normas electorales, los sistemas de financiación y una opinión publicada mayoritaria, rigurosamente ignara, apoyan de consuno esta fórmula.
El remedio propuesto por muchos ha sido la mera apertura de listas electorales o la búsqueda de un sistema mixto como el alemán. Pero los malos hábitos de nuestros partidos esterilizarían tal fórmula. ¿Quién designaría los candidatos, por abierta que la lista fuera?
Las primarias, con todas sus dificultades aun constitucionales, que tan sabiamente destacara en estas páginas Francisco Rubio Llorente, pretendían dar una respuesta a esta pregunta. El partido no era de dirigentes, sino de militantes, y en opinión de algunos, puesto que era financiado por contribuyentes, debía ser no de militantes, sino de ciudadanos simpatizantes que a través de las primarias designaban los candidatos.
La práctica, sin embargo, resultó, una vez más, la mejor crítica de la teoría. Las candidaturas socialistas surgidas de la primarias no han sido, por lo general, las más capaces para movilizar a su propio electorado y captar parte del ajeno, ni las reacciones aparatistas los más pulcros ejemplos del hacer democrático aunque sus opciones hayan podido ser políticamente más eficaces.
La dimisión de Borrell es el penúltimo acto de una secuencia ya sabida, y queda por ver, aún, el último. En todo caso, la experiencia piloto que prometía ser un elemento de regeneración del PSOE parece haberse convertido en fermento de crisis y, en consecuencia, no sirve de ejemplo a otras fuerzas, como hubiera sido deseable. Los partidarios, que en cualquier latitud política tienen la "ley de bronce", encontrarán en la fallida experiencia socialista un argumento contra la democratización interna, incluso si el bronce se sustituye por hoja de lata. Porque la ley de Gresham también se aplica en este campo.
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