La corrupción como arma letal FRANCESC DE CARRERAS
Hace años que los rumores de corrupción política en Cataluña son intensos. Apellidos de políticos del máximo relieve van de boca en boca y se cuentan muchos casos sobre determinadas arbitrariedades del poder que benefician a personas y grupos muy concretos. Sin embargo, apenas ha sido corroborado mediante pruebas ante los tribunales de justicia. Ciertamente, hay síntomas que nos inclinan a creer que, desde el punto de vista de la corrupción, el oasis catalán es inexistente. Sin embargo, las pruebas de cargo para poder aseverarlo de forma sólida no han aparecido todavía a la luz pública. El caso del efímero consejero Roma, el tráfico de influencias en Sant Pere de Torelló, el caso Planasdemunt o, recientemente, las responsabilidades en el destino presuntamente irregular de los fondos de formación profesional son casos sintomáticos de un determinado estado de cosas, pero no han llegado a afectar a la credibilidad de los centros neurálgicos del poder. Una extendida hipótesis sobre esta opacidad pública parte de la idea de que el entramado de la corrupción es de tan amplio espectro que nadie se atreve a tirar la primera piedra porque, de rebote, podría estallarle en la propia cara. Una corrupción bien repartida genera unos intereses comunes y, como resultante, se expresa mediante un pacto tácito de espeso silencio. ¿Se acaba este silencio? En los últimos meses ha habido muy curiosas novedades. En primer lugar, el llamado caso Piqué. Tras el verano, el ministro Piqué se convirtió en la estrella ascendente del Gabinete de Aznar. Su estilo de buen comunicador -favorecido por el contraste con la zafiedad de su antecesor en el cargo de portavoz- hizo subir muchos puntos al actual Gobierno. Sin embargo, a primeros de año se formularon contra él determinadas acusaciones, en general bastante irrelevantes, que más tarde no se han concretado. Debido a eso, su buena estrella parece estar, según las encuestas, en cierto declive. ¿Ha provocado, también de rebote, el caso Piqué la salida a la luz de otros dos casos, ciertamente no equiparables en magnitud, pero que afectan a los partidos adversarios? Probablemente nunca podremos demostrarlo, pero no es ser excesivamente desconfiado pensar que ello ha podido ser así. El caso de los funcionarios de Hacienda Huguet y De Aguiar es especialmente desalentador desde el punto de vista de la moral pública y afecta a un José Borrell que ya atravesaba momentos bajos. Nadie duda de la integridad personal de Borrell, pero su reacción ante la gran deslealtad y el frío cinismo de sus deshonestos amigos no fue lo rápida y contundente que cabía esperar: si quería quedar claramente al margen de los hechos, inmediatamente después de conocerlos debía informar personalmente a la opinión pública de su antigua y estrecha amistad con Huget y De Aguiar. Por otra parte, en lo que afecta al sector convergente, los que somos amigos de Jaume Camps tenemos la firme convicción de que las importantes cantidades depositadas a su nombre en Suiza por Javier de la Rosa no fueron a parar a su bolsillo particular, pero hasta que se sepa el nombre de su misterioso cliente nos cabrá la duda de si esta persona -física o jurídica- tiene alguna relación con el mundo político. En cualquier caso, las acusaciones contra Piqué se han esfumado como por ensalmo. Entonces, uno no puede dejar de pensar que todos tienen ciertas cartas guardadas -en este supuesto, las cartas son Huguet/De Aguiar y Camps- que se destapan en el momento oportuno. ¿La pruebas en los casos de corrupción son obtenidas con el noble fin de perseguir al delincuente o son un elemento más del combate político? Cualquier sombra de corrupción política deteriora seriamente la democracia y, por lo general, uno de sus elementos esenciales: los partidos políticos. Las aceleradas transformaciones políticas europeas están a la orden del día y una de las tentaciones autoritarias consiste en un populismo plebiscitario que bajo la capa de una democracia directa pretende eliminar el pluralismo social y político. Si ello sucediera, el fin de los partidos políticos arrastraría la democracia misma. Así pues, el dilema no es fácil de resolver. Por una parte, al objeto de defender la democracia, la corrupción debe ser perseguida allí donde esté; pero, por otra parte, esta acción debe realizarse con el único fin de depurar el sistema y no como la fórmula más eficaz y casi única de derrotar al adversario político. En este estrecho sendero, todo ataque generalizado a los partidos políticos es un ataque al sistema democrático mismo. Tengamos, pues, cuidado porque la corrupción puede llegar a ser -como también lo fue la crisis económica y social de Alemania durante el ascenso del nazismo- un arma letal de la que se aprovechen los enemigos de la democracia para intentar acabar con ella.
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