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Senecta IV

Estamos en lo más crudo de la primavera, traidora estación, mal enemigo de los madrileños caducos; inconstante, tramposa, nos tiene presos de la ilusoria fama de su templanza y dulcedumbre. Parte de la culpa es de los poetas, capaces de cualquier cosa por machiembrar un ripio. Quizá no hubiera mala intención en sus loores y recordaban las tibias tierras nativas. Es cuando menos sospechoso que hayan sido vates andaluces los que con más éxito la cantaron: el cordobés Góngora, los sevillanos Gustavo Adolfo Bécquer y Machado, que ignoraba cómo había venido la primavera pensando en los patios, los naranjos y las alfaguaras nazaríes. Aquí, al poco guarnecido socaire del Guadarrama, el horno no está para bollos. Gracias a la información que nos da la radio matutina sobre el estado del tiempo, sabemos la temperatura en ese momento preciso, sin meterse en pronósticos de once varas. Nos sirve de orientación para renovar el crédito al precepto de no quitarse la camiseta hasta el 40 de mayo.Alerta, compañeros, porque condición de esta temporada es la mudanza súbita, el cambio imprevisto del sofoco al helor. Al oír que ya es primavera en El Corte Inglés extrememos las precauciones. Eso de las lluvias de abril y el sol de mayo puede que le venga de perillas al olmo herido por el rayo, pero es peligrosísimo para los ancianos. En el norte de España, la gente previsora sale a la calle con el paraguas bajo el brazo, aunque no lo despliegue ante el temor de la racha de viento que le dé la vuelta; muchos llevan el jersey sobre los hombros, no importa la talla, porque no es para ponérselo. Son gestos preventivos; cuando caen 4 gotas, lo sensato es refugiarse en una taberna.

En Madrid andamos desorientados, sin saber si ese sol que calienta cuando tomamos el autobús va a cambiarse por una tromba de agua al llegar a destino. No es ciudad territorialmente grande, pero, como la risa, la lluvia o el aire revuelto, van por barrios. Ha caído en casi total abandono el uso del sombrero y es preciso luchar con energía porque no desaparezcan siquiera la gorra proletaria o la boina pueblerina. Con mucha más fluidez y frecuencia que las ideas, entran el catarro y sus derivados al tener desabrigada la cabeza. Para la gente joven, el sombrero -yo tuve el primero a los 21 años- significó un complemento indumentario y su utilidad se reducía a destocarse para saludar a una dama o entrar en lugar cerrado, como en alguna ocasión aquí trajimos. Demostrado que se puede sobrevivir sin cortesía ni urbanidad, démosles por bien desaparecidos, incluso los flexibles y, en tiempo de canícula, el ventilado jipijapa o el panamá, pero, estimados vejestorios, es una temeridad salir a la calle con la testa descubierta en primavera. Pueblos más viejos y sabios protegen el cráneo de los adultos, tanto del frío como del calor. Las mujeres, mejor y más bellamente dotadas de cabellera, no sólo estrenaron sombrero para asistir a la boda de una prima, sino por sólidas razones de supervivencia. Dicen que en las inhóspitas cumbres tibetanas habitan los seres más longevos y no debe ser ajeno el hecho de que nadie haya visto a un pastor de las alturas lejos del yogur y sin turbante. Podría achacarse la decadencia de los lamas, entre otras cosas, al gesto imprudente de afeitarse la olla; suposición carente de base científica.

Atengámonos a cualquier clase de cubrecabezas, porque en ello nos va la salud, quizá la existencia. La gorra, la chapela, el casquete deportivo son benéficos, si bien sea oportuno advertir que no se juega mejor a la brisca o a la garrafina con la boina atornillada, aunque nunca estemos a salvo de las corrientes de aire. Prudencia empero, mucha cautela, en especial durante estos meses. Algunos indispensables cuidados pueden prorrogar la validez del boleto que recibimos. No salgan a pelo, y ojo con este mayo florido y hermoso. ¡Ah!, procuren esquivar los retratos. Un reciente y magnífico reportaje en el suplemento dominical de este periódico, hace un par de semanas, mostraba el aspecto de unos cuantos compatriotas que habían sobrepasado los cien años de edad. Se puede -y es recomendable- ser optimistas y animosos, aunque, la verdad, el ser humano es el que peor envejece en la diversidad biológica, para qué vamos a engañarnos. Si lo sabré yo, que hoy cumplo 80 años, para servirles, aunque tampoco sepa en qué.

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