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Tribuna:EL PERFILANTONIO MUÑOZ ZAMORA
Tribuna
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Sobrevivir a la historia

Tereixa Constenla

U n resistente contumaz. La vida de Antonio Muñoz Zamora (militante socialista, hoy) es un recorrido heroico y dramático por el siglo XX, un tiempo de contrastes, de episodios sanguinarios y descubrimientos sublimes. A Muñoz le tocaron los primeros, casi todos a excepción de la I Guerra Mundial, porque ni siquiera existía. El último hijo de Encarnación Zamora y Juan Muñoz nació el 8 de octubre de 1919 en Melilla, donde la familia residió fugazmente. Su nacimiento debió ser lo único anodino de su vida, marcada de hitos como la Guerra Civil, la Resistencia francesa, el exterminio nazi o la militancia antifranquista. Su destino levantó un cálido homenaje del público, cuando le otorgaron la medalla de oro de Andalucía el pasado 28 de Febrero. Aprendió el abecedario de la dignidad y la honradez en aquella casa humilde de Almería, donde sobraba el cariño y escaseaba el pan. La concienciación arrancó en el barrio, donde los mayores se juntaban para arreglar el mundo, tan cambiante e imprevisible. Se defendía con ardor la Revolución de Octubre, se clamaba por un régimen proletario para España. Antonio Muñoz Zamora, que por su primer trabajo de camarero, a los 11 años, recibía una comida caliente y las propinas a modo de sueldo, absorbía y metabolizaba aquel ambiente de boquilla revolucionaria con frenesí. Cuando estalló la Guerra Civil, era un adolescente de 16 años que trabajaba en una imprenta de aprendiz y que ocultó su edad para alistarse como voluntario. El mismo día que partió de Almería, sin saber que no regresaría en 23 años para fundar el PCE en la clandestinidad, anunció en casa que se iba al frente. La Guerra Civil fue un anticipo del destino de Muñoz Zamora, condenado a encontrarse con la historia una y otra vez. El joven republicano participó en casi todos los combates que figuran en los textos con nombre propio por su trascendencia histórica o su saña. Enrolado en una compañía de la XV Brigada Internacional, celebró su 17º cumpleaños en el frente del Jarama, vio morir amigos en la batalla del Ebro, recibió una bala explosiva en el brazo derecho en Brunete, que le apartó unos meses de la guerra, y acabó como teniente republicano cuando los extranjeros abandonaron por aquello de la no intervención. Tenía 19 cuando cruzó a Francia con la idea de regresar de inmediato. No fue necesario, ni posible. Antes de volver a darse de bruces con la historia, cavó hoyos en la playa de Argelès-sur-Mer para dormir, junto a miles de españoles que se apelotonaban en aquel campo de concentración, como evidenciaban unas alambradas y armas hostiles. El maltrato que recibieron aquellos republicanos no melló la concienciación de Zamora un ápice. La invasión de Francia por las tropas nazis -otro encontronazo con el siglo XX- le llevó, tras ser detenido, a trabajar en la construcción de una base submarina alemana en la Bretaña, a protagonizar evasiones y, finalmente, a meterse en una célula de la Resistencia francesa para sabotear a los nazis. El día antes de la acción más violenta de su grupo -el bombardeo de un cine de alemanes- fue detenido gracias al chivatazo de un confidente español. La cárcel de Brest, con su moho, sus piojos y el hambre, sólo fue un anticipo amable de lo que sufriría Muñoz Zamora. Del mismo campo del que partió Jorge Semprún, salió el convoy que llevaba a aquel almeriense republicano y soñador hacia el exterminio, el arma más atroz y secreta empleada por Hitler al servicio de la hegemonía aria. En Dachau, le obligaban a sacar con pala y pico las bombas que arrojaban los aliados sobre Munich y no llegaban a estallar. No fue lo peor. Todavía faltaba Mathausen, el campo del que los cuerpos salían convertidos en volutas de humo que exhalaban las chimeneas crematorias. Las duchas de desinfección; la desnudez nocturna; los 186 peldaños de la escalera de la muerte donde expiraban los más débiles, incapaces de portar losas de granito; el fusilamiento arbitrario; todos los mimbres para acabar muerto. Pero Antonio, y otro medio millar de españoles de los miles internados, sobrevivió. Día a día, animados por una débil organización clandestina, de resistencia interna, que les permitía conocer los planes nazis y el desarrollo de la guerra. Cercano ya el fin, Hitler dio la orden de exterminio total. En Mathausen triunfó la postura de un oficial que se negó a cargar con más escabechinas frente a la propuesta de trasladarlos a una montaña del Tirol, horadada de túneles, para dinamitarlos. El terror ya no imponía, y tampoco el drama. La capacidad para espeluznarse, incluso al ver cómo los presos comían carne quemada de sus antiguos compañeros, había superado el límite. Antes de la llegada de los aliados el 5 de mayo de 1945, los prisioneros controlaban el campo, tras la estampida nazi. Muñoz Zamora notificó a Viena por telégrafo la existencia de la barbarie. Días después, los supervivientes se juramentaron para que el mundo no olvidase a los muertos ni al horror fascista. Frente al Mediterráneo, una escalera hacia el cielo conjura la amnesia histórica desde hace una semana. Gracias al empeño tenaz del 90.009, un resistente contumaz, que se ríe al advertir que era un preso capicúa porque los contrastes de este siglo no le mataron los sueños ni el humor. TEREIXA CONSTENLA

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Sobre la firma

Tereixa Constenla
Corresponsal de EL PAÍS en Portugal desde julio de 2021. En los últimos años ha sido jefa de sección en Cultura, redactora en Babelia y reportera de temas sociales en Andalucía en EL PAÍS y en el diario IDEAL. Es autora de 'Cuaderno de urgencias', un libro de amor y duelo, y 'Abril es un país', sobre la Revolución de los Claveles.

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