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Las angustias de la "neoguerra"

La anécdota la ha contado en un libro el antiguo secretario general de la Presidencia francesa. En el viaje de seis horas que, en gesto muy suyo, hizo Mitterrand a Sarajevo el tema de conversación con su colaborador Bernard Kouchner fue la injerencia humanitaria. El líder socialista decía que ese derecho no existía y Kouchner le respondía -como es cierto- que injerencia es lo mismo que prevención. Hoy, ese secretario de la Presidencia, Hubert Védrine, es el ministro de Exteriores francés y aplica ese principio en que Mitterrand no creía.Cuando una evolución de la moral colectiva resulta tan rápida no se puede pedir absoluta claridad en el juicio. De la estabilidad de un mundo bipolar hemos pasado a otro cuyas reglas están por definir. Vivimos en tiempos de una cierta especie de "neoguerra" cuyos rasgos vamos adivinando sólo por acumulación de casos. El conflicto nace por la previsión de un agresor (Sadam o Milosevic) de que no va a tener respuesta. No hay verdadero adversario bélico porque la distancia en potencia militar es casi infinita. Pero sí existe en términos mediáticos, pues la porosidad nuestra para recibir noticias de la otra parte es absoluta y, en cambio, Milosevic, inerme en lo militar, no tiene otra capacidad de influir sobre los acontecimientos que desbordarse en declaraciones y gestos hacia el otro. La "neoguerra" tiene reglas especiales que no tienen nada que ver con los fenómenos bélicos de antaño. A la guerra de Vietnam se llegó a través de la convicción de que, si no se actuaba, se recaería en un nuevo Múnich. Hoy, en cambio, el recuerdo de Vietnam puede producir parálisis; la engendró durante diez años en Yugoslavia y ha resucitado ante la eventualidad de un ataque por tierra. La "neoguerra" se produce en un escenario de sadomasoquismo: Milosevic es el sádico, pero puede triunfar si exhibe lo bastante cuánto sufren los suyos. Un general de la OTAN se ha quejado de que en este caso no se han utilizado procedimientos obvios de la guerra como la sorpresa y el peso abrumador de una fuerza superior. Ese general prueba, una vez más, que la guerra es demasiado importante como para dejársela a los militares.

Porque la "neoguerra", precisamente por su radical novedad, debe ser pensada y juzgada en términos morales a cada momento. A mi modo de ver, existe una certidumbre intelectual y ética de que la situación obligaba a una intervención como la que se ha producido. Quienes, en España, se pronuncian a la vez en contra de la limpieza étnica y de la OTAN en el mejor de los casos no hacen otra cosa que intentar huir de una realidad dos veces lamentable. Los que acusan a EE UU de tener un protagonismo inaceptable en las decisiones bélicas tienen razón, pero la culpa reside estrictamente en la impotencia, demostrable hasta la saciedad, de los europeos. Además, no afecta al fondo de la cuestión. Paradójicamente en la "neoguerra" se ha convertido en verdad lo que decía el "Gran Hermano" en la novela de Orwell. Hoy, al final del siglo XX, la guerra es la paz o, al menos, el único medio para lograrla.

Pero se puede convertir en otra cosa. En antítesis absoluta con lo que le sucede a la opinión pública, la del mundo intelectual puede aferrarse a sus certezas originales sin juzgar acontecimientos posteriores o sin prever el futuro. Eso sucede en España entre teólogos de uno y otro bando. Lo que hoy angustia de la "neoguerra" no es su fundamento moral e intelectual sino la sensación de desproporción e imprevisión respecto del futuro. Desde siempre una guerra justa se basaba en el empleo de unos medios y en evitar otros. La "neoguerra" parte de la presunción de no tener bajas propias, pero más aún de una combinación de eficacia y precisión que pueda justificar el uso de la fuerza sin enfrentarse al criterio moral. Surge la duda cuando esos supuestos se desvanecen. Y se mantiene más viva todavía cuando, en el momento que parece existir margen para un acuerdo que evite males mayores, aparece un fantasma aún peor que el de un conflicto de duración ilimitada, como en Irak: la ausencia, por pacto, de castigo al genocida.

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