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Cádiz, 2012

Aunque parezca pueril, suele dar resultado eso de señalar fechas en las que, aprovechando un acontecimiento deportivo o una conmemoración, se fijan metas ambiciosas para una ciudad. En el fondo viene a ser como lo de pretender dejar de fumar a comienzos de año, empezar a aprender inglés en octubre o adelgazar nada más llegue la primavera. Aquí, en Andalucía, Almería tiene su meta en el 2005, con los Juegos del Mediterráneo, y, por lo que se ve, hasta los cocineros emplean buena parte de sus esperanzas en esa fecha con la idea de hacer apostolado de la dieta mediterránea. En Cádiz, probablemente la ciudad española más necesitada de mimos, hay quienes miran ya al 2012. Da escalofríos la fecha, tanto como cuando, hace unos pocos años, al encontrar la cinta de Kubrick en el anaquel de un videoclub caímos en la cuenta que ese año estaba ya a la vuelta del fin de siglo y que, por tanto, ya éramos contemporáneos de Hal 9000, el inquietante ordenador concebido en la novela de Arthur C. Clarke. Creo que fue el dirigente gaditano de Nueva Izquierda, Jerónimo Andreu, quien, en este mismo periódico tuvo la iniciativa de conmemorar los dos siglos de la primera Constitución española, que fue elaborada por las Cortes de Cádiz, y aprovechar la efemérides para convertirla en meta de la intensa transformación que necesita esta ciudad, que hace ya tiempo que amenaza completa ruina. Cádiz es, probablemente, la ciudad española que tiene el futuro más negro. Ahora está pagando la cadena de errores políticos cometidos durante el último medio siglo: la apuesta a la única carta de la industria naval, la falta de planes de expansión y de cooperación con los municipios vecinos a causa de necias rencillas políticas, la desidia de quienes consideran que los problemas se terminan solucionando por sí solos... A Cádiz sólo le queda el patrimonio de la capitalidad y una fiesta, el carnaval, que hay quienes pretenden convertir en nueva y exclusiva apuesta económica, como si -por mucho que se la estire- fuera posible sobrevivir a cuenta de los beneficios que una fiesta produce. El bicentenario de La Pepa -que es como los gaditanos de comienzos del XIX, tan aficionados a los motes como los de hoy, conocieron a la Constitución de 1812- es no sólo una fecha histórica a destacar, sino toda una oportunidad de inyectar a esa ciudad unas buenas dosis de autoestima. Cádiz estrenó el siglo XIX con todos los brillos que, durante el XVIII, le proporcionó su posición de privilegio en el comercio con América. Aquella ciudad asediada por los franceses en la que se elaboraba la primera Constitución española era todo lo contrario a lo que es hoy: un lugar culto y cosmopolita en el que se imprimían una decena de diarios, mantenía media docena de teatros -en algunos de los cuales se representaba en francés, lengua universal de aquellos tiempos- y por la que paseaban los libertadores de América, que, por entonces, ocupaban escaños en sus Cortes. En el caso de Cádiz, es decepcionante comparar el presente con el pasado. 1812 debería de servir de inspiración para la ciudad del 2012. No hay nada imposible. Sería bueno que esa fecha sea la de la transformación de esta ciudad que sigue guardando tesoros bajo muchas capas de olvido y mugre.

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