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Contra el aburrimiento

ENRIQUE MOCHALES Qué vida. Acostumbrados como estamos la mayoría a la rutina de la existencia sedentaria, amarrados a una ciudad, al tic-tac, a nuestras manías, a la repetición, saludamos día a día al gorrión de la monotonía que se posa encima de nuestra pompa de jabón, y gastamos nuestros euros de vida apegados a lo previsible, dichosamente percebes, moderadamente felices, aunque a veces reconozcamos que esto es un coñazo. Desde que postergamos aquel viaje, aquella aventura, aquel incendio, emulamos a Sísifo y nos dedicamos a leer un libro por la misma página con ligerísimas variaciones, tocamos la misma partitura musical, percutimos los mismos ritmos, aunque aún alberguemos en el fondo arenoso de nuestra alma un vestigio, como de naufragio, de rebelión. El hombre es un animal de costumbres. No es que yo sea un sádico, pero a veces me gusta leer noticias como la de aquel joven gijonés que quedó atrapado por el dedo índice en un contenedor de pilas. No se especifica por qué metió el dedo ahí, pero, blanco del susto, estuvo atrapado durante más de una hora mientras los bomberos trataban de liberar su dedo de la trampa. Al chaval no le pasó nada, y además tendrá algo que contar a sus nietos. Tal vez metió ahí el dedo porque se aburría. A veces las emociones las tenemos los humanos guardadas en una caja de luces, o en una sala de proyecciones, o en un parque de atracciones, debidamente envasadas para que no corramos demasiados riesgos. Y cuando no son las circunstancias de la vida las que nos proporcionan aventuras, exaltaciones o asombros, no está de más echar mano del espíritu lúdico para divertirse en lo posible. Uno de los países más aburridos del mundo, digo yo, debe de ser Singapur, donde dicen que cinco personas es el máximo de gente que puede reunirse sin autorización gubernativa o donde te multan hasta por no tirar de la cadena del váter. En Singapur tendría que haber una revolución contra el muermo. En comparación, yo debería considerarme afortunado de vivir aquí, aunque he de reconocer que a menudo el hastío hace presa en mí, y me harto de entrar a los mismos bares, de ver a la misma gente, de reconocer mi propio careto cuando me miro en el espejo, y de sexo no hablo, por no revelar intimidades. Por otro lado, en muchas ocasiones, la lectura del periódico puede resultar aburrida, ya lo dicen precisamente aquellos que no los leen. La misma guerra de antes, el que se carga a la parienta, el alijo de drogas, los muertos en carretera, las declaraciones de los políticos, qué hastío. Vuelta y vuelta, como el filete. Y el periodista, cargado, intenta animar al personal, pone toda la carne en el asador, porque, aparte de su lado práctico, la noticia fresca es que se vende hielo. Eso es lo que debió de pensar el equipo de la CNN que difundió el reportaje Viento de cola, según el cual las Fuerzas Armadas de EEUU utilizaron gas sarín para eliminar a sus desertores de la guerra de Vietnam. Tras una investigación, se concluyó que el citado reportaje no tenía fundamento y se pidió perdón a los espectadores de la cadena y a los lectores del semanario Time, que lo reprodujo íntegramente. Peter Arnett, antiguo premio Pulitzer, se disculpó de la metedura de gamba diciendo que él no había participado en su elaboración, y que sólo puso su rostro, su voz y su nombre, pero ni por ésas. Al chafardero indomable ya no le llaman para cubrir nada de nada. Algo bastante injusto si consideramos que entretuvo a un montón de gente con el invento, y que es uno de los impulsores del periodismo apócrifo serio, con mucha más difusión y credibilidad que El Caso. Una eficaz autodefensa por su parte hubiera sido alegar que últimamente no hay noticias asombrosas. Que siempre hay guerra en alguna parte del mundo, que en los colegios estadounidenses continúan perpetrándose masacres de adolescentes, que, de cuando en cuando, se produce la típica catástrofe ecológica y que regularmente sale en portada el pesado del asesino de turno, y tal. Sí, es que nos aburrimos mucho.

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