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El ocaso del centro

Si un forastero regresa a Madrid tras larga ausencia, difícilmente reconocerá la ciudad alegre y confiada que dejó. Enorme crecimiento periférico que ha dado lugar a barrios nuevos, más estaciones de metro y emes 30, 40 y 50; lo que se dice una metrópolis que ronda los tres millones de habitantes. La villa recoleta, mensurable, se ha desarrollado y hecho adulta, en el sentido de aumentar de tamaño. Resulta inútil gemir sobre la urbe derramada, porque no tiene remedio. Que algunos echemos de menos los bulevares arbolados sólo concierne y reconforta a quienes tienen por patrimonio los recuerdos. Aunque por árbol talado se hayan plantado otros -ciertamente hay nuevos parques y jardines-, da la impresión que con aquellas viejas acacias y castaños de Indias se llevaron también a los pájaros, al gorrión castizo que, la verdad, piaba poco y mal, al que acompañaba el jilguero y ambos se repartían el asfalto. Ya no los vemos apenas, ni cruzan el atardecer, como misiles de pluma, las golondrinas, guiadas por un perfeccionado radar zigzagueante, a través de las calles del aire. Ni a los vencejos o el crepuscular murciélago. Se fueron, se los llevaron.A ritmo lento e implacable van desvaneciéndose o quedándose atónitas muchas vías urbanas del centro bullicioso y mercantil. Dándole vueltas al problema, podemos atar algunos cabos. ¿Qué causas han originado ese desplazamiento de los lugares que fueron cogollos de la ciudad? Aunque todo tiene explicación, más o menos acertada, no es como en caballerías. El pulso, la vitalidad de una capital reside, primordialmente, en el comercio. Así fue en todo tiempo y lugar. Creo -como diplomado en aceras, metro y autobuses- que son varios los factores para indagar sobre la decrepitud ciudadana, cuando falta el vigor y la pujanza que crearon el trajín, la permuta, el mercado.

Sin duda, figura el automóvil en término preferente. El circulante y el aparcado. Donde era posible ganar terreno a las avenidas y bulevares, se hizo; en las vías estrechas se ha instituido el colapso, la lentitud del tráfico, inferior al de los 20 kilómetros por hora que fijaron las autoridades en 1924. No tanto por la abundancia de vehículos como por el inerte estorbo de los detenidos en el bordillo, innumerables sobre todo donde está terminantemente prohibido. Estorba más el coche quieto que en movimiento. Apenas se tiene en cuenta que los ususarios del automóvil siguen siendo una minoría, aunque la publicidad televisiva de las marcas ofrezca la impresión de tarado sospechoso e indigno de confianza. La mayoría de los conductores siente escaso aprecio por el peatón, en quien ven un potencial agresor de su carrocería y los subsiguientes líos con el seguro y las autoridades.

Los problemas se agudizan, insistimos, cuando en los tramos que fueron de floreciente tráfico no se permite aparcar, lo que sólo se observa en la Gran Vía, un trozo de la calle de Alcalá, Carretas, Arenal, Montera, y pocas más. Los discos municipales que lo vedan son considerados con displicencia y desdén por los conductores de turismos, furgonestas y camiones. Ese desorden retrae al ciudadano. Otro factor es la desaparición de los cafés. Madrid fue, en eso, tan europea como Berlín, París, Viena o Budapest, porque son lugares de reposo, donde se llega sin prisas, antes o después de hacer algo, con el ánimo y el tiempo para curiosear escaparates, comprar, contribuir, en suma, a que marche el comercio y la economía. Llegado el caso, sorber un té, un torrefacto, refrescar con una caña y, si el hígado lo consiente, atizarse un lingotazo de coñac. Apenas quedan cafés, sustituidos, equivocadamente, por bancos y cajas de ahorro, que han cavado la fosa del consumismo capitalino. La misma calle de Serrano está ya encogida entre dos o tres manzanas y queda mucho por decir al respecto. El único porvenir optimista estaría en que se pudiera tomar el aperitivo o la merienda con tortitas de nata en los mostradores de Argentaria o de La Caixa.

Influye, asimismo -en el pequeño comercio que no para de quejarse- la paulatina ausencia de profesionalidad cuando, tras el mostrador, hay gente poco preparada. Las grandes, superficies se han encontrado el camino hecho. Claro, que nos quejamos de vicio; peor están en Kosovo.

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