Fetiches
Aún eran pollitos los abuelos de mi generación cuando el manual del fetichista esmerado exigía la presencia, en los bolsillos del aspirante a tan intranquilizador título, de una pareja de bragas decoradas con un sugestivo palomino dedicado por cualquiera de las primas segundas que ocasionalmente visitaban la casa de verano a la orilla del mar. Allí jugaban a médicos ellas y ellos, y allí mismo muchos de nosotros, nietos de aquellos abuelos y sobrinas nietas de aquellas primas, alcanzamos el grado de ATS, practicante por esos años. El fetichismo era entonces una afición exquisita -había excepciones. Todavía recuerdo al proveedor de huevos de mi casa, atrapado entre los refajos puestos a secar de mi tía Normandina- que las gentes de bien practicaban a la hora de almorzar, justo cuando la tata avanzaba con la bandeja de calamares a la romana y una mano atrevidamente loca decidía que lo suyo era, más bien, un antojo de mejillón: ¡Señorito, a que le jago una boina con la ensalá! Los ojos, cínicamente atónitos, del resto de los comensales delataban oscurísimas boinas de lechugas y tomates puestas sobre las cabezas de mis antepasados. Allí, bajo el retrato del Generalísimo y la copia de la Sagrada Última Cena, mitigaba yo los calores veraniegos de mis primas a base de meneos de pinrreles bajo la mesa, los bochornos de mocita reventona de mi tata portadora de calamares que ella misma disfrazaba de mejillones y almejas del Cantábrico. Allí, tras los postres, recibí tantos ligueros, sostenes, bofetadas de placer, rebufos orgásmicos, medias nerviosamente rasgadas, besos furiosos y restos de compota, que mi abuelo -pocos meses antes de su traslado definitivo al comedor de todos los santos- reconoció en mis arpegios rituales al nieto más cualificado para sucederle de entre los aspirantes a mejorados. Un mohín suyo dedicado al plato de higos de septiembre que frente a mí resudaban gotitas de miel me hizo comprenderlo todo: mis habilidades fetichistas y yo mismo éramos sus herederos universales. Ahora el fetichismo es una actividad mitigada. Básicamente consiste en, apalancado tú frente al televisor, dejar que las albóndigas se vayan congelando, como la sonrisa, a base de echarle un vistazo a las desgracias de los albanokosovares, cientos de miles de albanokosovares que aguardan la llegada del telediario del almuerzo y de la cena para instalarse entre tus albóndigas descongeladas y tú y tu marujón, como pidiendo el refugio que la ONU no puede proporcionarles ni a ellos ni a los kurdos ni a los irakíes ni a los congoleños ni a ninguno de los 24 millones de seres humanos, desplazados por motivos étnicos y políticos, que el mundo contempla para vergüenza de todo bicho viviente en posesión de lo que hay que tener; o sea, de casi nadie. La nueva guisa de fetichismo televisado llega a tal hora y a tal punto que quizá convenga hacerse dos preguntas: ¿Será una hijoputada votar en las elecciones que vienen a cualquier partido nacionalista? ¿Y a los mamoncetes que para gobernar pactan con cualquier partido nacionalista, será otra hijoputada votarlos? Aún eran pollitos los abuelos de mi generación cuando ya se pregonaba cierta ley atribuida a Mahoma. Sí, esa misma: tan fetichista es el que da como el que toma.