Memoria personal de la muerte de Pristina
Afrim Harjullahu, fotógrafo albanokosovar, comprendió que estaba filmando su propia historia, la de todo su pueblo
Creyó ser sólo un fotógrafo. Tomó la cámara como otros muchos días y disparó. Una y otra vez. Cientos de veces. Carrete tras carrete. En aquel momento no supo que estaba perpetuando un testimonio para la historia. La imagen de una deportación masiva. El retrato de que el horror ha vuelto a adueñarse, medio siglo después, del corazón de Europa. Afrim Harjullahu, de 28 años, había visto siempre el mundo desde la cómoda distancia que proporciona el sentirse al "otro lado" del visor de una cámara. Pero un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba a abajo cuando se percató de que ese día estaba filmando en Pristina su propia historia, la de su pueblo.
"Llevaban [los serbios] días bombardeando lenta pero continuadamente los barrios", comienza a relatar tímido Afrim. "No se podía salir a la calle. La tensión era terrible. Los policías serbios disparaban todo el tiempo al aire para aterrorizar a la gente. Y lo conseguían". Era el 30 de marzo, seis días después de que la OTAN comenzara a bombardear Yugoslavia, y al día siguiente este joven emprendería el camino del destierro.
Minutos antes de que empezara su calvario personal, el 31 de marzo, Afrim fotografiaba desde una ventana la tragedia ajena que se vivía en la calle. A las 13.30, hora local, los temidos paramilitares de Zeljko Raznatovic, alias Arkan, penetraron en su casa. Como a otros muchos, a Afrim y a su familia les conminaron a abandonar su hogar en cinco minutos. Ése es todo el tiempo que los asesinos dan para empaquetar toda una vida. Toda una existencia que Afrim resumió en una sola cosa: siempre en menos de cinco minutos, alcanzó a meter su equipo de fotografía en la maleta de su madre.
"Nos empujaron y nos sacaron a culatazos de la casa", prosigue mientras se disculpa por no recordar muy bien las horas, los sitios, los detalles. "Creo que hay cosas que las he borrado de la mente porque de otra manera no sé si podría seguir trabajando. A veces pienso que sería más útil empuñando un arma junto al ELK [Ejército de Liberación de Kosovo] que fotografiando mi propia miseria", confiesa cabizbajo. Pero el café le da fuerzas. Igual que el octavo cigarrillo en menos de media hora.
"Éramos una inmensa columna humana. Un rebaño. Antes de conducirnos a la estación de tren en Prístina nos pasearon por el centro de la ciudad", relata Afrim. Así fue aquel 31 de marzo. Caminando, los coches fueron confiscados, hicieron el paseo que el aparato represor del régimen serbio utiliza para advertir a los albanokosovares que lo contemplan que ellos serán los siguientes. Que cada uno de ellos dispondrá de sus cinco minutos.
Cuando relata cómo fue agolpado junto a otras 20.000 personas en la estación de tren de Prístina, confiesa que creyó estar viviendo el pasado, el genocidio y la deportación nazi de los judíos. Y siguió haciendo historia. Fotografiando la imagen de la desesperación: personas enloquecidas por subir a un tren en el que escapar de una muerte segura.
Pasó una de las noches más largas de su vida en aquella estación. Esperando un tren. Junto a sus padres, tres hermanos y la mujer embarazada de uno de ellos, consiguió introducirse como pudo en el que partió rumbo al exilio a las siete de la mañana. "Enloqueció todo el mundo. Se encaramaban a cualquier parte. Se metían dentro de los servicios y se subían a los lavabos". Asegura que entonces pensó que podría morir. Resultaba imposible respirar en ninguno de aquellos 20 vagones.
Pero el sufrimiento humano no tiene horizontes. Quizá por ello no murió. Y sobrevivió para ser torturado por los militares serbios hasta el último metro de tierra antes de abandonar territorio kosovar. "Pararon el tren pasada la estación de Kosovo Polje (pueblo de mayoría serbia). Y daban marcha atrás. Una y otra vez. Nos exhibían delante de los habitantes y nos amenazaban. Un policía se reía mientras tiraba una granada a escasos metros de uno de los vagones", prosigue Afrim. Por fin, emprendieron la marcha.
El viaje de apenas dos horas, lo que se tarda en hacer los poco más de 100 kilómetros que separan Pristina de la frontera norte de Macedonia, se alargó durante más de seis. "El maquinista ralentizaba la marcha cada vez que pasaba ante cadáveres tirados a los lados de la vía del tren". Y asegura que después del décimo muerto dejó de contar. Y de mirar. "Habían sido masacrados, quemados. De algunos sólo quedaban las piernas. De otros, las cabezas cortadas", recuerda en voz cada vez más baja mientras mira suplicante. No quiere ahondar en la angustia vivida.
El 1 de abril, más de 60.000 deportados albanokosovares eran arrojados del tren al infierno que fueron, durante casi una semana, los barrancos del paso fronterizo de Blace. Allí permanecieron, hacinados sobre sus propios excrementos, sin agua, sin comida. Bajo la lluvia y sobre el barro, Afrim convivió durante seis días con la muerte y el hambre. "Los niños lloraron durante días y la gente se pegaba por un trozo de pan. Me sentía impotente. Allí me sobrepasó la tragedia. Llegué a contar 25 cadáveres. Ancianos, mujeres y niños muertos en aquel barrizal", prosigue y, por primera vez, parece casi indignado. "Los macedonios nos dejaron allí para que muriéramos. No son diferentes de los serbios".
Tras aquel horror, su familia fue conducida al campo de deportados de Stankovic I. "Yo no podía acompañarlos. Estaba seguro de que moriría si me encerraban entre alambradas", afirma. Fue afortunado, unos fotógrafos alemanes le reclamaron y se hicieron cargo de él ante las exigentes autoridades macedonias. Ahora vive en la localidad de Tetovo. Y, a pesar de su pequeña estatura, parecen no pesarle las varias cámaras con las que patea cada día los campos de refugiados que ya desbordan Macedonia. Sabe que ya no es la persona que fue. En Kosovo fotografiaba la vida. Ahora tiene la certeza de que cuando vuelva a su tierra lo hará para retratar a la muerte.
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