LA CRÓNICA La otra plaza de Medinaceli ISABEL OLESTI
Hasta hace unos 15 días, tres de los numerosos ciudadanos de esta muy insigne ciudad de Barcelona que escogen vivir al aire libre antes que meterse en una institución benéfica con el consabido engorro de la ducha y el desinfectante, dormían felizmente bajo las palmeras de la plaza del Duc de Medinaceli. Allí, sobre un parterre de césped, se acurrucaban bajo mantas y cartones, y de ellos no quedaba más que un enorme bulto inclasificable que no se movía hasta bien entrada la mañana. La noche había sido larga, pero las botellas que acompañaban al séquito hacían suponer plácidos y profundos sueños. Aquello no era el Caribe -o lo que nos venden como tal-, pero con ciertos grados etílicos en la sangre, las palmeras, la brisa del mar del Port Vell y el dulce invierno del que normalmente gozamos uno podía viajar fácilmente -y sin avión- hasta esos paraísos que dicen que hay en la otra orilla del Atlántico. Pero una mañana el sueño se terminó: unas enormes grúas removieron ese parterre y los jardineros municipales plantaron un bosquecillo de palmitos. Algún vecino mal pensado encontró una idea genial sustituir la fuerza de la policía por una planta de hojas afiladas para ahuyentar a los vagabundos. Pero los homeless, con recursos para todo, pasaron a los bancos. Y así la plaza continuaba siendo su hogar: de día guardaban sus trastos en un rincón, se lavaban en la fuente, comían en grupo y organizaban sus partidas de cartas, que era una de las atracciones del lugar. También esto, de momento, terminó, porque hace poco arrancaron los bancos. Cuando Pedro Almodóvar escogió este punto de Ciutat Vella para una de las secuencias de Todo sobre mi madre, los tres vagabundos aún pernoctaban bajo las palmeras. Almodóvar se sorprendió de que en Barcelona se durmiera tranquilamente en la calle sin temor a nada. En la secuencia de la plaza no salen los vagabundos, ni sus harapos liados bajo un banco, ni la partida de cartas, ni las improvisadas hogueras a las que de vez en cuando nos tenían acostumbrados. La visión de Almodóvar es la de una plaza de ensueño, como sacada del medio de La Habana, no en balde en una ocasión reciente en que tuve que dar mi dirección una chica saltó: "¡Que suerte vivir en una plaza tan bonita!". Y es que Almodóvar sabe sacar partido de sus planos, como el del interior del bar Paulino -situado también en Medinaceli-, que con sus 147 años presume de ser uno de los más antiguos de la ciudad. El Paulino es un bar con clientela fija y sólo para ellos se cocina; los clientes ocasionales tienen que conformarse con un bocata. Los días que duró el rodaje uno podía confundir a los transeúntes habituales con los extras, que repitieron su papel -el de cruzar la plaza- hasta la saciedad. Pero durante la grabación no vimos a los tres personajes de siempre, quizás porque para ellos aquello era un allanamiento de morada. Almodóvar y su séquito montaron su cuartel general en el Paulino y para todos fue como vivir en medio de una película. No sabemos si realmente el Ayuntamiento de Barcelona ha plantado los palmitos para sacar a indeseados de allí o para que la fama que le está dando Almodóvar con su película persista sin una mancha de mal gusto. La cuestión es que nuestros vagabundos y sus amigos andan un tanto revueltos. Hoy se les veía sentados en el suelo, pero no creo que sea por mucho tiempo. Seguro que pronto el Ayuntamiento nos montará unos magníficos bancos para que las señoras puedan sentarse mientras los niños corretean, aunque, por el momento, Medinaceli no ha sido nunca plaza para ellos.
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