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Oiarzabal, al final de la aventura

Las buenas condiciones meteorológicas han adelantado las previsiones de Juanito Oiarzabal para alcanzar la cumbre del Annapurna que zanjará, de conseguirlo, su particular mano a mano con los 14 ochomiles del planeta. Si la previsiones se cumplen, y el buen tiempo que ha recibido a la expedición vasca se mantiene, Oiarzabal espera hollar el Annapurna mañana, jueves o, en su defecto, el viernes, culminando una exigente aventura. Lo que convierte en necesaria la aventura son las infinitas razones que uno puede concederse para aproximarse a ella, para asomarse a lo inhabitual y desde ahí experimentar lo desconocido. Por eso, cuando Juanito Oiarzabal inicie el ritual del asalto a la cima del Annapurna (8.091 m), no compartirá probablemente ninguna de las motivaciones que antes que él colocaron con éxito a cinco alpinistas en la carrera de los 14 ochomiles. Notoriedad o realización personal, necesidades vitales o inconformismo, rutina alpina soportada por el afán económico o hechizo de lo extremo..., en este caso merece la pena retener lo logrado: no tanto la marca como la posibilidad (para el protagonista) de poder reflexionar sobre lo vivido. El recorrido de Juanito Oiarzabal no se circunscribe únicamente a la parte visible de su gesta, los 14 años transcurridos desde que experimentara una de esas alegrías incontenibles sólo reconocibles ante lo sublime. Para él, ese momento pasó y quedó fijado cuando clavó el piolet en la cima del Cho Oyu (8.201 metros), punto de partida de un asunto que acaba en la punta del Annapurna. El salto de Vitoria a la conocida cima tibetana, aparentemente brutal, no lo fue tanto. "Yo me he criado en Eguino", suele decir. El lugar atrae a los aficionados locales a la verticalidad, una escuela obligatoria que más tarde le permitió graduarse en los Andes (Aconcagua, 6.957 metros, en 1983) y en Alaska (Mc Kinley, 6.194 metros, en 1984). Tildado de anárquico, en este caso su aproximación a lo que, en cierta manera acabará por inmortalizarle, resultó más de lo más programado. Ahora, la experiencia ha convertido a Oiarzabal en un patrón severo, director de sus expediciones, malabarista de los presupuestos previos y de los beneficios posteriores. Puede que ésta sea la cara menos romántica de lo generalmente contemplado como una aventura en el sentido más ancho del término. Desde que la polémica acompañara al surtirolés Reinhold Messner en su obsesión por convertirse en el primer hombre en conquistar los 14 ochomiles de la tierra, el resto no ha hecho sino transitar por caminos ya frecuentados. Cabe preguntarse también si Oiarzabal no quedó maniatado (afirman que eso ocurrió con el transgresor Messner) en algún punto de su recorrido por la magnitud de su aventura, si ésta dejó de ser un fin para convertirse en un medio. En cualquier caso, el valor deportivo de la marca que el alavés acaricia es inmenso por arriesgado, por todas las exigencias psicológicas que reclaman 14 años de peregrinaje himalayístico. La mayoría de los que se inician en la tortura del frío, de la ausencia de oxígeno, y sobre todo, de los pensamientos relacionados con la violencia del sufrimiento, encuentran razones de sobra para no repetir la experiencia. En este tipo de alpinismo, la realidad se encarga rápidamente de desplazar la candidez de las ilusiones. Más fuerte que otros, más obstinado o menos sensible, Oiarzabal ha podido con todo. Por sí mismo o por imposición de las circunstancias.

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