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¿Consenso?

VICENT FRANCH No me acaba de gustar el término porque para explicar lo que significa basta utilizar la palabra unanimidad, o la expresión "acuerdo entre todos", y listo; pero su uso exhaustivo por la clase política hace que la referencia al mismo explique de inmediato lo que significa más allá de la corrección léxica. El consenso, por ejemplo, se convierte a temporadas en el lugar común donde convergen el balance de los fracasos y la monserga de las buenas intenciones. En tiempos pre-electorales, por ejemplo, y casi siempre de la mano de la oposición, las asignaturas pendientes de entidad, es decir, aquellos deberes que la cerrazón, la falta de previsión o simplemente el dogmatismo impidieron resolver se vuelven objeto de devociones y de propósito de enmienda. Cuando ya se ha ensayado el "nosotros si tenemos mayoría haremos esto o desmontaremos aquello", viene la parte más seria y solemne de las propuestas, que consiste, precisamente, en ofrecer soluciones sorprendentes, llamativas, con gancho, novísimas o, simplemente utópicas para las que de no mediar el concurso de mayorías muy cualificadas no puede moverse ni una sola hoja. Y ese es precisamente el truco del asunto, pues aunque en ocasiones las soluciones negociadas y luego apoyadas por mayorías o por unanimidad de los implicados, no fueron posibles con anterioridad -y son los efectos perniciosos de su irresolución los que dictan nuevas actitudes-, un repaso somero de las intenciones que se pregonan da rápidamente el tono del tipo de argucia que se esconde tras su brillo dialéctico. Por ejemplo, unas Cortes Valencianas incapaces de abordar la reforma del Estatuto de Autonomía, a pesar de haber tenido años, lustros para ello, e incluso una comisión ad hoc, afloran en el día de su fiesta patronal lloros institucionales con tufo electoral y atrevidas propuestas de candidatos ayunos de política autonómica huyendo hacia los deseados titulares de prensa que han de ser flor de un día. Lógicamente, detrás está el fracaso del consenso que no fue; y, en el horizonte, el compromiso sospechoso de superarlo milagrosamente. Unos lamentan que el Estatuto se quedó compuesto y sin bisturí, y otros apuestan por reformar el sistema electoral con un guiño comarcalizador que, aquellos y estos, más los otros devoraron cuando estaba a medio cocer. Las mayorías muy cualificadas que exigen Estatuto y Constitución para cambiar aspectos que se han vuelto obstáculos para políticas de soluciones acaban dejando a los partidos un margen de veto que les perpetúa como usufructuarios de los desaguisados que les van bien y convienen. O se va a las mitades más uno, o se mejora la cultura del consenso y de la unanimidad, que al fin y al cabo es el horizonte normativo de la democracia, porque de lo contrario las apelaciones a fastos innovadores se delatan como simulaciones para consumo de tiempos excitados. El balance de las iniciativas que requerían consenso entre los partidos se saldó entre nosotros o bien en episodios vergonzantes de cuotas a tanto el escaño o se han quedado como baldón en las hemerotecas de la legislatura. Por recordar, no se entendieron en el asunto del Consejo de la RTVV, hicieron sufrir innecesariamente en el tema del Síndic de Greuges, se encallaron con la Academia..., y se burlaron de sus buenas intenciones con el pobre Estatut de Autonomía. Vicent.Franch@uv.es

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