La hija de Beatriz
El viernes pasado, Día del Libro, estaba comiendo un bocadillo de calamares en un bar de López de Hoyos, cuando se me acercó una chica con melena ondulada y falda a cuadros que parecía preceder de mi adolescencia más que de la calle. Llevaba en la mano un libro de Paulo Coelho en el que, según me dijo, acababa de leer que el mundo estaba lleno de señales. -Me he dado cuenta -añadió- de que comes el pan como si más que masticarlo lo pensaras, igual que hacía mi padre muerto.
-Pues me cago en Paulo Coelho y en tu padre muerto -respondí sin agresividad -. No hablo con nadie cuyas citas literarias no sean de Shakespeare para arriba
-Eso también era típico de mi padre -respondió ella con dulzura-, despreciar lo que ignoraba. Puedes cagarte en él todo lo que quieras, pero deja a Paulo Coelho en paz.
Entonces me di cuenta de que el mundo estaba de verdad lleno de señales. Aquella chica me recordaba a una novia de mi adolescencia que se llamaba Beatriz, un nombre un poco raro para la época, dominada por las paquitas, las julias y las marujas. Tal vez, pensé, venía a decirme algo desde el pasado. A veces, no muchas, pienso en el pasado. Voy caminando por la calle de Constancia, en dirección al colegio, y de súbito veo venir de frente a Beatriz, que va a clase de estenotipia y mecanografía. Quizá sea un poco cruel exigirle una cita de Shakespeare con un bagaje cultural tan escaso. Después de todo, yo tropecé con Shakespeare por casualidad y no siempre consigo entender lo que dice. Me faltó el canto de un duro para quedarme en Paulo Coelho: tal vez lo hubiera preferido a condición de que Beatriz permaneciera a mi lado. Ahora seríamos los dos mayores y veríamos la tele y leeríamos a Paulo Coelho juntos. Nuestros hijos llenarían la casa de libros de autoayuda y habríamos encontrado a la vida un sentido coelhiano. Dicho así suena bien, mejor que sartreano o wittgensteiniano.
Hablando de Wittgenstein, me acordé de un libro muy importante de mi juventud: La Viena de Wittgenstein. Tal vez, de haberme casado con Beatriz, yo podría haber escrito El Sao Paulo de Coelho. No sé, no sabe uno qué es lo importante y lo que no. Di un trago a la cerveza, mordí el pie de un calamar que se escapaba por la herida abierta del pan y lancé una mirada amable a la chica.
-Mira -le dije-, no quiero molestarte, pero es que Paulo Coelho escribe muy mal y es un farsante. Además, no creo que el mundo esté lleno de señales. Más bien peca de lo contrario: de falta de señalización. El mundo es peor que el aeropuerto de Barajas o que el de Francfort: todos los carteles están ahí para confundirte, para que cojas el vuelo que no es o te quedes atrapado en el laberinto de sus pasillos.
-Razón de más para que cuando aparezca una señal nos aferremos a ella, y ya te he dicho que tú te pareces a mi padre.
-Pues no es por darle la razón a Coelho, pero tú eres idéntica a una chica de la que estuve enamorado en mi adolescencia. Idéntica, idéntica. A lo mejor eres hija de ella. Se llamaba Beatriz.
-No sigas -respondió palideciendo la chica-. Mi madre se llama Beatriz, pero tengo miedo de que si continúas hablando no se trate de ella, con lo que me gustan a mí las señales del destino.
A mí también me dio miedo indagar, por si se rompía la magia, con perdón. Nunca había imaginado viuda a Beatriz, con la ropa interior negra y todo eso. Yo seguía soltero por pereza. Quizá ninguna mujer había insistido lo suficiente, pero de repente pensé que si Beatriz estaba viuda y todavía sintiera algo por mí, yo estaría dispuesto a casarme con ella, aunque su hija leyera a Paulo Coelho. Personalmente, había caído el año anterior en el desvarío de leer a Susana Tamaro.
-Quiero casarme con tu madre -me oí decir con decisión, mientras pagaba la cerveza y el bocadillo de calamares.
-Pero si ni siquiera sabes si es la Beatriz de tu juventud.
-No importa -respondí-. Si esto es una señal, no quiero dejar de leerla. Me da pánico pasarme la vida dentro de un aeropuerto en busca del módulo de información. Llévame donde está ella. Seré como un padre para ti.
Eso es en realidad lo que imaginé, y sin duda lo que tenía que haber hecho, pero no tuve valor para traicionar a Shakespeare a favor de Coelho. Entre la literatura y la vida, siempre he elegido la literatura, y así me va. La chica abandonó el establecimiento en busca otra señal y cuando salí a buscarla había desaparecido.
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