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La resurrección de Boabdil

Es bien conocido el artículo que Ortega escribió a comienzos de 1919 sobre un caso de caciquismo en Granada. Se refería a una insurrección popular contra el cacique liberal llamado La Chica que concluyó con un estudiante muerto a tiros de la Guardia Civil. El filósofo, que a la hora de las comparaciones no siempre alcanzaba la exquisitez, recordó que el último rey nazarí se llamó Boabdil El Chico y llegó a la conclusión de que, en realidad, pese a lo que dijeran los libros de historia, Granada seguía ocupada por la morisma. Su antiguo monarca se había transfigurado en Boabdil La Chica, quien no ejercía el califato, sino una especie de "vampirato" cuyo principal inconveniente era convertir sacrosantos principios, como la igualdad ante la ley y la racionalidad en la contratación pública, en pura filfa, "vocablos sin sentido". Y Ortega concluía que ésa debía ser la razón por la que las Torres Bermejas recibían su nombre. Les avergonzaba el espectáculo que veían, "al señor La Chica como rey incircunciso de Granada la bella". Ochenta años después parecemos destinados a despedir el siglo con idéntico rubor. Si la década de los noventa se ha caracterizado en la política democrática de todo el mundo por la corrupción, en España eso ha sido muy evidente. Empezamos con Juan Guerra y parecemos concluir con un tal Peñalosa, a quien no le gustará la comparación, pero debe hacerse a la idea de que ya le anda rondando. Muchos han señalado los paralelismos entre los partidos, a modo de reacción pavloviana, en el modo de actuar ante las acusaciones. Es cierta: se han basado en resistir a ultranza primero y en cambiar luego su criterio por interés propio.

Pero no vendría mal señalar también las diferencias, no tanto en la reacción misma como en la globalidad del fenómeno. La corrupción del PSOE, curiosa mezcla de tecnocracia y populismo, parece haber sido la de una clase política emergente, acolchada por una mayoría absoluta, convencida de que la única manera de hacer triunfar los sacrosantos principios era tirar por la calle de en medio sin pararse en exquisiteces y propicia a servirse de los instrumentos de la globalización económica. Su pretenciosidad hortera y megalomanía pretendió convertir el tenderete de bricolaje corruptor en algo parecido a una empresa multinacional.

Con el PP da la sensación de que se vuelve a una corrupción más antigua y de sólidas raíces, no por completo ausente en los aledaños del adversario, pero más representativa de tiempos remotos. Parece que haya resucitado Boabdil o, al menos, Boabdil La Chica. Así, en la política reaparece el trueque de favores, la parentela o la cohorte de amiguetes sin apenas cemento ideológico que los una. Como en la época de Unamuno, un político parece un señor que reparte destinos o favores en los contratos a cambio de que los beneficiarios aflojen un poco las correas de su bolsa. Azorín, en Parlamentarismo español, describió al conde de Romanones repartiendo abrazos y sonrisas con una frase en los labios que explica su larga perduración en la vida pública de entonces: "No olvido eso, Mengánez, lo tengo bien presente". Muchos Mengánez parecen haber pululado por la Diputación de Zamora.

Así no se puede seguir, y no sólo porque resulta intolerable para el ciudadano, sino porque incluso constituye un serio peligro para la propia cúspide de la clase política. Por fortuna, no hay ninguna razón, de momento, para culpar directamente a Aznar de nada; las argumentaciones contra Borrell tampoco parecen justificadas porque no se les puede pedir tanto gasto de tiempo en vigilar a los suyos. Ni siquiera al señor Piqué se le pueden hacer reproches legales aunque es dudoso que obtuviera éxito como vendedor de coches de segunda mano. Pero ha llegado un momento en que la forma de tratar la corrupción a base de condescendencia para los propios y "tú más" para el adversario no sólo carece de credibilidad, sino que corroe de forma irremisible al conjunto de la clase política. Algo tendrá que hacer ésta. De momento, ser consciente del peligro de la pasividad. Ya que hemos empezado con una cita andaluza, podemos concluir con otra, la de una coplilla que se lo recordaba hace 60 años a un cacique local: "Ay, Valverde,/ cuando gane/ quien hoy pierde,/ te vamos a poner verde./ Ay, Valverde".

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