Sociedad armada
LA VIOLENCIA armada en Estados Unidos, dice el FBI, no ha dejado de caer en los últimos seis años. En algunas megalópolis, el descenso ha sido extraordinario, aunque, como en el caso de Nueva York, se deba en parte a los procedimientos brutales de sus fuerzas policiales. Pero las estadísticas, en un país que las venera, muestran también que la violencia juvenil se mantiene en niveles insoportables y que muchos de los crímenes que hasta hace poco se asociaban con las grandes ciudades -de Chicago a Los Ángeles- se han trasladado a lugares más pequeños y anodinos, en Arizona, Carolina, Virginia... o Colorado. En Littleton, suburbio acomodado de 65.000 personas de Denver (Colorado), dos adolescentes armados hasta los dientes han cosido a balazos al menos a 13 de sus condiscípulos antes de suicidarse. Otra veintena resultaron heridos en la más abrumadora matanza escolar registrada en el país. En este caso, los jóvenes asesinos, que sembraron de letales explosivos caseros el instituto en que cometieron su carnicería, pertenecían según la policía a un grupúsculo filonazi. En otros de los muchos episodios de crueldad ciega que regularmente sacuden EEUU no es así. Las explicaciones son tan variadas como la casuística mortal de un país cuyas costumbres abanderan las del conjunto de Occidente y en cuyos colegios e institutos se han producido en los últimos cinco años más de 200 muertes violentas.
El debate sobre la cultura de las armas en Estados Unidos es viejo. Pero hasta ahora el poder político de la más influyente democracia mundial ha sido incapaz de atajarla. Clinton señalaba el año pasado -y reiteraba ayer en una alocución televisada- que "no nos encontramos ante incidentes aislados, sino ante síntomas de un cambio cultural que ha insensibilizado a nuestros hijos respecto de la violencia. La mayoría de ellos ve cientos o miles de asesinatos en la televisión, el cine y los videojuegos antes de llegar a la universidad". El juicio es certero, pero en muchos lugares de EEUU es mucho más fácil llevar un arma en público que fumar un cigarrillo. En ninguna otra parte del mundo que se autodenomina civilizado es tan factible poseer y portar armas de fuego. Con una agravante: que tanto la clase política como la Administración están hurtando el debate democrático sobre la necesidad de controlar su posesión y sustituyéndolo por un alud de querellas contra las compañías que las fabrican. Pretenden así conseguir mediante amenazas legales lo que no son capaces de lograr en el Congreso y en los Parlamentos estatales.
Nunca una sola causa explica acontecimientos tan siniestros como el de Littleton. Pero resulta obvio que EEUU necesita inaplazablemente combatir su culto a la violencia con leyes que impidan, entre otras cosas, la posesión generalizada de armas. Las encuestas muestran que la mayoría de los ciudadanos secunda este punto de vista. Por ahora, sin embargo, esta mayoría anónima pone menos carne en el asador que la minoría que con su vehemencia, medios económicos e influencia política pretende mantener el país como paraíso de las pistolas y los rifles. Un lugar donde cada casa es un potencial arsenal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.