Gente perdida
"Tengo el estilo, pero no la gracia./ Tengo el traje, pero no la cara./ Tengo el pan, pero no la mantequilla./ Tengo el viento, pero no los postigos./ Tengo el saxofón, pero no la lengüeta./ Tengo las cartas, pero no la buena suerte./ Tengo la rueda, pero no el camión". Así es como empieza Mule variations, el último disco de Tom Waits, y esas palabras suenan sobre su música rota, hecha como de motores fríos y secos y cristales rotos, igual que una especie de descripción infalible del desconcierto.
Por alguna razón, el sonido de sus canciones te hace pensar en el inicio diario de las ciudades, en esa hora en que la primera gente de cada mañana se dedica a poner las cosas en marcha, a arrancar sus coches y a abrir los comercios para que las calles regresen a la superficie de pronto, sin preámbulos, como quien respira otra vez tras estar unos segundos debajo del agua.
Pero al lado de esas personas hay otras menos nítidas, más lentas, que parecen ocupar una especie de plano secundario con respecto a las mujeres y hombres aparentemente normales, y están dotadas de gestos y movimientos que les delatan como piezas de un grupo distinto, el de los que aún pertenecen a la jornada anterior, los que se encuentran a una gran distancia de lo que pasa, los que no se encuentran al principio, sino al final de algo.
De madrugada, mientras cruzas ese Madrid anfibio que es parte a la vez de la noche y del día, del mundo de las obligaciones y el de los deseos, los puedes identificar como juerguistas o mendigos o traficantes, pero eso importa muy poco en cuanto descubres que sus diferencias siempre terminan por parecer menos evidentes que sus similitudes: unos y otros se parecen al personaje de esa canción de Tom Waits, dan la impresión de buscar sin éxito una parte de sea lo que sea que hubiesen tenido, de sentirse a la deriva, solos en territorio extranjero.
Es extraño ese ritmo alterno de las ciudades, la combinación de ciudadanos simultáneos que se acuestan y se levantan, se visten y se desvisten, encienden las luces o cierran las ventanas, se ignoran y aíslan mutuamente lo mismo que si fueran súbditos de Babel, donde un monarca pretendió levantar una soberbia torre que llegase hasta el cielo y fue castigado por Dios con una crueldad sofisticada: después de su intervención, cada uno de sus habitantes empezó a hablar un idioma distinto, de manera que ninguno pudiera entenderse con los demás. Sin duda, se trata de una buena metáfora.
Los seres diurnos y los nocturnos habitan realidades distintas y hostiles entre sí, se observan desde lejos con desconfianza y, cuando llegan a cruzarse en una acera o un andén, se notan incómodos, creen que han visto alguna cosa turbia o impropia, que han rozado los límites de un espacio peligroso y desconocido.
Seguramente los dos bandos se temen y se envidian. ¿En qué consistirá la vida del otro lado? ¿Cuáles son sus secretos? ¿Qué hace mejor aquella mitad que ésta? Dormir de día, qué raro.
Y qué raro también estar en casa por la noche.
O quizá los miembros de esos dos grupos sean, en el fondo, tan opuestos como parecidos; tal vez no tengan más que mirar hacia adelante para encontrar nombres nuevos y situaciones idénticas que, en los mejores casos, contendrán un millón de razones para ser felices y, en los peores, guardarán para unos la rutina de las horas laborables y para los otros la del regreso a una casa vacía donde tendrán que decirse algo similar a lo que el escritor y poeta Jaime Gil de Biedma se dijo en estos versos de sus Poemas póstumos:
"A duras penas te llevaré a la cama,/ como quien va al infierno/ para dormir contigo./ Muriendo a cada paso de impotencia,/ tropezando con muebles/ a tientas, cruzaremos el piso/ torpemente abrazados, vacilando/ de alcohol y de sollozos reprimidos./ ¡Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,/ y la más innoble/ que es amarse a sí mismo!".
Madrid es gente de muchas clases y, en consecuencia, está formada por muchas ciudades dintintas. Nadie puede saber cuál de ellas es más verdad y cuál es más mentira.
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