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LA CRÓNICA Aparcados en el tiempo SERGI PÀMIES

Una de las cosas más bonitas que tiene Cuba son los coches. Desde el punto de vista del turista, los ejemplares de Chrysler, Chevrolet, Buick, Dodge, Ford, Oldsmobile y Plymouth que todavía circulan por la isla suponen una experiencia estética de alta intensidad. Para los usuarios, en cambio, estas viejas maravillas de cuando todavía mandaba Fulgencio Batista son un auténtico martirio. Mantenerlas, encontrar piezas de recambio, repintarlas, acostumbrarse a las arritmias de sus imprevisibles y agonizantes motores implica tener que vérselas con un mercado negro de piezas y favores, de trucos y patrañas para, finalmente, resolver (verbo sagrado del léxico cubano) la avería de turno. Todo esto viene a cuento de una exposición de pinturas que, hasta el próximo 10 de mayo, puede verse en la galería American Prints de Barcelona (Calvet, 63). El artista en cuestión es Juan Zarate (Madrid, 1957), quien, tras un viaje por Santo Domingo y Cuba, decidió convertir los míticos cochazos de los años cincuenta en protagonistas de sus telas. Según cuenta el dossier de prensa, durante su viaje Zarate tuvo la sensación de que La Habana estaba congelada en el tiempo y que, en algunas de sus calles, a menudo se veían coches aparcados que podrían haber estado allí 40 años antes. Tomando el coche como metáfora del paso del tiempo, Zarate atrapa momentos de una tremenda fuerza visual. La habilidad en el encuadre y la capacidad para situar cada coche en un lugar sugerente del paisaje resultan fascinantes. La elegancia de unos modelos de automóviles concebidos para simbolizar una posición social, sin preocuparse demasiado ni de su volumen ni de su aerodinámica pero sí de la comodidad, del espacio interior, de la belleza de sus curvas y de lo fardón que puede llegar a ser conducirlos con una mano, la ventanilla bajada, el codo apoyado en la puerta y una sonrisa de bucanero-macarrilla con gafas de sol en los labios queda perfectamente reflejada en unos cuadros que son mucho más que un homenaje a unas máquinas dignas de figurar en el mejor de los museos. Detrás de la premeditada austeridad de los títulos (Coche blanco y rojo, Coche verde y techo blanco con palmeras, Coche verde y puerto marítimo, Coche rojo y playa azul, Coche verde con sombrillas y palmeras, Coche azul con columnas), se esconde una enorme cantidad de información sobre Cuba, sobre La Habana, sobre el Caribe y sobre el paso del tiempo. Los colores de las fachadas, de las columnas, de las calles por las que circulan los vehículos, la intensidad de las sombras que acorralan un Chevrolet aparcado a la hora de la siesta -cuando cae sobre La Habana una fulminante epidemia de silencio ("Había un silencio tal que se podía oír caer la caspa", escribió Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto)-, la piedra situada delante de la rueda de un hermoso coche verde al que ya no le funciona el freno de mano ("¡tú viste, hermano, se acabaron las piezas!") pero que todavía se atreve a adentrarse en una playa que sugiere paseos sobre la arena y ron compartido y bebido a morro, el viento, presente en el hipnótico movimiento de las palmeras, la expectación que despierta entre los transeúntes el capó levantado de un vehículo que es auscultado por la mirada de un conductor experto en apaños y paciencia. Y la luz, siempre la luz, tan potente como los colores de casi todo en Cuba, colores puros, aptos para daltónicos, inconfundibles, sin matices, sin puñetas. Al salir de la exposición, la velocidad de los vehículos que circulan temerariamente por la calle de Calvet me devuelve a la cruda realidad. La mayoría de los conductores cubanos darían cualquier cosa por tener coches como éstos. Y, sin embargo, casi todos -salvo honrosas excepciones- son estéticamente mediocres, tirando a feos. Todoterrenos arrogantes diseñados como si fueran naves espaciales, biplazas con asiento trasero para caniche, metalizados, descapotables y con físico de supositorio, berlinas a medio camino entre el coche fúnebre y la ambulancia, nada que ver con la grandeza monumental de los viejos coches caribeños que, con envidiable talento, retratan los pinceles de Juan Zarate.

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