Comisión inservible
La Comisión Nacional de la Energía (CNE) ha sido una fuente permanente de conflictos desde que se anunció su creación. Es evidente que se concibió de forma apresurada para neutralizar, con un organismo de mayor rango, a la Comisión Eléctrica que presidía Miguel Ángel Fernández Ordóñez, que tuvo la osadía de cumplir con la obligación para la que había sido nombrado, que no era otra que la de desempeñar el papel de regulador independiente y denunciar públicamente el atropello a los consumidores de la titulización de las ayudas a la competencia eléctrica. En el momento de su formación, ha sido causa de otro incidente político grave. Industria ha rechazado el sistema de pacto con la oposición, con atribuciones compartidas en la designación de los componentes de la Comisión, y han preferido el nombramiento unilateral. El primer efecto del encontronazo político ha sido que el PSOE, innecesariamente ninguneado, abandone la Comisión de Industria del Congreso y acuse al Gobierno de "venganza" por haber denunciado "el regalo de un billón de pesetas a las eléctricas". El nombramiento unilateral de los miembros de la comisión no es una decisión trivial. Revela rencor y mezquindad en quienes la han tomado. Pero sobre todo tiene un efecto de socavamiento grave de los usos democráticos. Existe -o existía, habrá que decir- el acuerdo no escrito entre Gobierno y oposición de consensuar la formación de los organismos reguladores; por el momento, ya existe un precedente de que el acuerdo puede romperse. Piqué ha argumentado que la composición de la comisión corresponde al Gobierno y que la consulta a la oposición es una deferencia y no una obligación. Pero tan pobre justificación, que confunde interesadamente los mínimos establecidos con los máximos posibles, no justifica el comportamiento visceral del PSOE abandonando la comisión, aunque es cierto que dinamita las buenas costumbres democráticas encaminadas a equilibrar políticamente el organismo regulador y sitúa a la CNE en lo que realmente quiere el Gobierno que sea: un órgano consultivo puesto a su servicio.
Al Gobierno de José María Aznar no le gustan los órganos reguladores independientes. Ésta es una deducción lógica de su comportamiento político. El Ministerio de Industria hizo todo lo posible para recortar competencias e independencia a la Comisión Eléctrica, y en esa tarea llegó a extremos tan ridículos como recortar su presupuesto con pretextos fútiles. Hasta que consiguió equiparar al que debía ser el máximo órgano regulador del sistema eléctrico, con competencias en la fijación de las tarifas, con un organismo consultivo sin capacidad de decisión alguna y reducidos sus informes a un grado de clandestinidad que lindaba con la censura.
El modelo que se pretende con la CNE es similar. Tiene un carácter consultivo, sus trabajos deberán ser autorizados por el ministerio, sus circulares se ponen bajo la cautela de la consulta con la Administración y, para colmo, el reglamento impone la condición de sigilo; es decir, que se impide a sus miembros informar sobre su trabajo y sobre los sectores energéticos. Esta condición no sólo convierte definitivamente a la CNE en un juguete de cortos alcances en manos del Gobierno, sino que además pervierte la exigencia de que las tareas de los organismos públicos estén al servicio de los ciudadanos. El requerimiento de sigilo es antidemocrático, porque todo lo que produce el sector público debe ser del dominio de la sociedad.
Tal como está configurada, con una mezcla desequilibrada entre representantes del PP, CiU, PNV e intereses sectoriales -de las eléctricas y de Repsol-, pocas esperanzas caben de que la CNE sea otra cosa que un organismo inoperante, caro y legitimador a posteriori de las decisiones del Gobierno en materia energética. Su credibilidad está dañada por su naturaleza y por su composición. Pero para el Gobierno ya ha cumplido el objetivo principal, que es sustituir una comisión independiente por otra obediente.
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