Senecta II
Jubilados, pensionistas, licenciados, es 1a forma de describir una situación individual que hoy se refiere a un amplio y creciente segmento social que pierde singularidad y adquiere contornos plurales de clase. Por el fenómeno de 1a adaptación de las especies se consolidan los viejos como estamento que se ha aclimatado de manera óptima a la vida en las grandes ciudades. Claro que, en cierto sentido, también son carne de cañón, como ha ocurrido con 1a reciente y mortífera epidemia de gripe, que no ha merecido consideraciones estadísticas por parte de las autoridades sanitarias ni de ninguna otra. Ha puesto de relieve el gran número de ciudadanos que llegan a muy altas edades. Lo vimos en la impávida lista de bajas que algunos periódicos publican bajo el epígrafe: "Fallecidos ayer en Madrid". Un día cualquiera, el 27 de marzo, la relación nominal de casi ocho decenas se descomponía así: entre ellos y ellas, 16 habían sobrepasado los 90 años de edad; 15, los 80; 36 franqueaban los 70, y apenas 11 desaparecieron antes de llegar a ese límite. Las lluvias, aunque escasas, y el viento parecen haber barrido las miasmas letales.
¿Deducciones? Queda confirmado 1o nutrido de la población senecta, la vulnerabilidad ante el embate gripal y sus secuelas, por lo que poco que han podido las vacunas en favor del grupo. El dato reconfortante fue que, en ese día consultado, la víctima más joven era un varón de 29 años, sin que conste dato adjetivo alguno, como el accidente traumático. Ni un solo niño, lo que resulta consolador y extraño.
En otro momento traeremos memoria de lo que fueron los antiguos hospitales, que tan mala prensa tuvieron. Enormes caserones, como el General de Madrid, hoy sede del Museo Reina Sofía. En las enormes salas de altísimos techos iban a morir los menesterosos madrileños. Ahora, de aquellas paredes cuelgan cosas que me recuerdan, vagamente, aquella miseria entrevista, y me asalta el malvado pensamiento de que algunas de esas muestras vayan a parar al que fue vecino Instituto Anatómico Forense. No existe el más remoto punto de comparación, ni siquiera entre las quejas de posible hacinamiento, o el exceso de enfermos, que apenas roza la epidermis del problema.
No me calificaría a mí mismo, todavía, como frecuentador de los servicios de urgencia hospitalarios, pero, desde la bisoñez, puedo afirmar la competencia, maestría y eficacia con que son atendidos los llegados. Falta el espectáculo -tantas veces reflejado en las innumerables películas del género- del apresurado arrastrar de la camilla, mientras galopan sanitarios de ambos sexos blandiendo el frasco del suero recién inyectado en el zaguán, mientras otro comprueba la tensión arterial, un tercero el pulso y la dilatación de la pupila y el más enérgico aporrea el tórax con ambos puños, excelente prueba que abre posibilidades razonables para sobrevivir.
Las urgencias que he vivido fueron menos espectaculares. Un rápido interrogatorio informativo, si uno llega en sus cabales, y de inmediato, el suministro de la adecuada pócima, el oxígeno salvador, la inyección cordial. Batas blancas, uniformes verdes, fonendoscopios que nos parecen el merecido emblema de un toisón de oro redentor, idas, venidas justificadas, la experta extracción de sangre -"¡Vaya, tienes sangre azul, amigo!", bromean con el cianótico, que esboza una sonrisa complacida e ignorante-; el envío instantáneo de las pruebas por el canal neumático. Un animoso "¡No te duermas, Antonio, manten los ojos abiertos; ánimo, Antonio, no te duermas!", dirigido a alguien velado tras una cortina de hule, quizás en la compañía inaplazable de la muerte. Enfrente, un gran reloj redondo marca 1a cuenta atrás de nuestra gravedad, trabaja a favor del desahuciado que considera el lugar mejor del mundo aquel catre con ruedas, en un pasillo, donde sea que se incline sobre él la sombra tranquilizadora del brujo, el hechicero, el mago de guardia, la bata verde o blanca que mantiene entreabierta la puerta de la vida. Durante unos segundos, el enfermo ha quedado traspuesto. Abre un ojo, aún espantado, y cree notar que las manecillas se han movido imperceptiblemente. Quizá pasaron de puntillas por esa última hora, la que ya no hiere. El viejo revalida la esperanza en el servicio de urgencias.
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