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La encrucijada JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

En las redacciones de los medios de comunicación, a Maragall le llaman Wally porque estamos en precampaña electoral y, sin embargo, no se le ve en ninguna parte. Desde que fue elegido candidato, Maragall juega a esconderse. Ante esta evidencia predominan dos interpretaciones: la que dice que es una estrategia genial, que es la mejor manera de desgastar a Pujol porque, sin adversario con el que pelearse, luchar todo el tiempo contra molinos de viento va acabar rompiendo los nervios del president. Y la que afirma que Maragall, de seguir así, va camino de la catástrofe porque nadie ha ganado nunca unas elecciones sin hacer acto de presencia. Tengo la impresión de que el problema es un poco más sutil. Y tiene la forma de una encrucijada. Maragall tiene que decidir qué camino tomar. Hasta que no lo decida, difícilmente podrá saberse hacia dónde va. La elección no es fácil porque pesan en ella elementos de biografía, de tradición, de cultura, que vienen a enredar los ya de por sí complejos criterios de racionalidad política. Quizá su corazón, sin duda algunos de sus amigos, probablemente sus orígenes sociales y los referentes más inamovibles de su biografía de formación le inclinan al sueño continuista, a la fantasía de heredar directamente de Pujol la Generalitat para gobernarla sin tocar nada esencial, sin afectar lo más mínimo el sistema de intereses trabado en 20 años de hegemonía del nacionalismo conservador. Pero la cultura de izquierda en la que se formó, los deseos de cambio de una parte del país que se siente abusada tras 20 años en monocolor, una cierta idea de España que lleva muy profundamente inscrita porque es muy difícil negar las cosas que vienen de la madre, y la racionalidad política que sugiere que las elecciones sólo se ganan haciendo el pleno entre tu gente, le recuerdan, quizá en pesadillas, que puede haber otro camino y que si un papel le corresponde es el del alternativa y no el de simple alternancia casi sucesoria. Los herederos sólo llegan con el beneplácito del padre o por defunción de éste. Si Maragall quiere llegar a la Generalitat como heredero directo de Pujol, tendrá que esperar. El president no está por la labor. Y no se conoce caso de candidato alguno que haya ganado unas elecciones sin hacer el pleno de los suyos, sólo arañando votos al adversario. La táctica del perfil bajo, del hacer país sin que se note demasiado, dificilmente da para más. Maragall tiene que optar. Aunque optar no significa forzosamente escoger uno de los dos caminos a la vista, sino que puede exigir la laboriosa tarea de desbrozar otra pista. Pero en el fondo de la encrucijada hay algo más que una cuestión táctica. Empezaré con una obviedad, con perdón: toda ideología apuntala algún sistema de poder. Desde este punto de vista, el catalanismo (hay otras muchas dimensiones que ahora no vienen al caso) es una forma de garantizar que en este país manden siempre los mismos. Dicho de otro modo, es una manera de retardar la traducción política de los cambios en la hegemonía y en las relaciones de fuerza sociales. Y digo retardar porque la demografía siempre acaba imponiéndose. El punto de partida de las elecciones al Parlament de Catalunya es el consenso en materia de catalanismo. Es la regla del juego que Pujol ha impuesto y que nadie ha osado modificar. Aunque, en la práctica, sea una manera de decretar que más de un millón de catalanes son transparentes. Ni se les ve ni son esperados cuando llegue la cita de las urnas. Algunos en uso de la forma más despreciable de tratar a los demás, el paternalismo, llegan incluso a agradecerles que se queden en casa. Con halagos, por supuesto, que es la forma de tratar a los empleados que tienen los que se creen amos: son tan inteligentes, dicen, que en las elecciones autonómicas prefieren no votar porque consideran que somos nosotros los catalanes quienes tenemos que gobernar el país. Maragall tiene la oportunidad de empezar a ensanchar el país. Para ello tiene que dar por terminado el tiempo de reflexión ante la encrucijada. Y decidirse a explicar que hay otro camino, que la integración merece hacerse por acción y no sólo por omisión, aunque esto obligue a mezclar muchas cosas, a hacer del catalanismo algo impuro, voluntariamente abierto a todo tipo de contaminaciones. La pasada semana en Madrid empecé a oír una opinión que tarde o temprano tenía que llegar. Voces de la propia izquierda decían que en el fondo preferían a Pujol que a Maragall porque éste, en tanto que cree en España, se sentiría autorizado a exigir que comprendieran su catalanismo y se ofendería si no lo conseguía. Pujol, decían, es más práctico: es cuestión de darle, de vez en cuando, un tercio de lo que pide y basta. Maragall tiene que decidir si quiere ser, simplemente, un Pujol con sensiblería hispánica o abrir el campo de juego para que los catalanes de Tele 5 hagan también suyas las exigencias de un catalanismo político renovado. Y esta decisión requiere algo más que abrir una animosa oficina electoral suprapartidaria. Maragall supo practicar el juego de la distancia en su huida a Roma. El capital que acumuló entonces corre el riesgo de dilapidarse pronto si sigue desaparecido. Venía de fuera y era razonable pensar que oxigenaría un poco la endogamia política nacional. Las legítimas dudas existenciales que puede albergar el candidato no deberían ocultar lo que dice la lógica electoral: si Maragall se limita a ir al terreno de Pujol no tiene ninguna posibilidad de ganar. Basta tomar la calculadora para cerciorarse de ello. Este dato no pueden ignorarlo los que le aconsejan que no se salga del redil. La opción continuista garantiza por completo la continuidad: cuatro años más de Pujol.

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