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Tribuna
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Juve-United: La clave es ZZ

En las catacumbas de Turín, un lugar hermético que según la tradición suelen frecuentar los espíritus malignos, Zinedine Zidane empieza a vestir a la Vecchia Signora para su más delicado compromiso del año: dentro de tres días, en semifinales de la Liga de la Campeones, deberá mantener un duelo a muerte con los diablos rojos del Manchester United. Muchos años antes, aquel equipo inconfundiblemente inglés que vestía una camiseta incandescente y jugaba siempre al rojo vivo mantenía una sólida reputación de Old Trafford y era un mal enemigo en campo contrario. Nadie podía discutirle un impecable pasado de equipo conquistador; además, como todo buen monstruo había empezado por construirse una buena guarida. En vísperas de la primera Copa de Campeones estaba en manos de Matt Busby, un anciano mariscal que dirigía las maniobras de Bobby Charlton, Tommy Taylor y de los otros chicos del comando escarlata como los corsarios más duros acostumbraban a ejecutar sus operaciones más audaces: igual que Sir Francis Drake, él sólo sabía jugar al abordaje. Bajo las marquesinas de hierro estampado, varios miles de seguidores unidos por un inconfundible aire de tribu se entregaban a un elaborado ceremonial, sin duda estimulados por el recuerdo aún reciente de la Gran Guerra. Rodeados de bufandas, cintas y banderas; moviéndose en continuas oleadas con una impecable sincronía, provocaban en el equipo forastero un opresivo efecto envolvente. Las voces, los cánticos y los movimientos parecían encoger a los adversarios, de modo que el equipo local empezaba ocupando el centro del campo y terminaba borrando la línea de fondo. Luego, aquel accidente de aviación de Múnich con muertos, heridos, lisiados y convalecientes dio al club una divisa de fatalismo y resurrección, y reafirmó para siempre un sentimiento de inmortalidad que todavía continúa.

Al sur, en Turín, una ciudad misteriosa cuyo segundo equipo, el Torino, tiene su propio mausoleo desde aquella catástrofe aérea de Superga en que perdió la vida el gran Valentino Mazzola, le espera la Juve con su corte, su historia y su pasamanería: su scudetto de raso con galones amarillos, sus estrellas bordadas, su explosivo Davids, su abnegado Deschamps y esa fila de chicos patibularios que empieza en las patillas de Esnaider y termina en los colmillos de Montero y Giuliano.

Pero en el centro de la reunión, callado y ausente como un ermitaño, está Zinedine Zidane. Su presencia en la ruda Juve de los últimos años no deja de ser un suceso chocante. Probablemente fue recomendado por los asesores del equipo en una de esas demostraciones de buen gusto que a veces se permiten los ojeadores italianos. Cuando llegó, muchos de los observadores del calcio le auguraron un futuro breve y accidentado. Sin duda, aquel taciturno muchacho, tan correcto en el trato pero tan atrapado en su timidez, volvería a escribir línea por línea la historia de Laudrup: a saber, Michael llegó, le miraron, y cuando se convencieron de que su única cualidad consistía en jugar como un iluminado, se arrepintieron de haberle conocido. Persuadidos de su inutilidad para el fútbol de hormigonera, acabarían vendiéndole al Barcelona como se vende un florero. Aunque entonces no lo sabían, el florero llevaba puestos cinco títulos de Liga, una Copa de Europa y unos quinientos pases de gol.

Diez años después, ante el United intemporal de Charlton y Giggs, el silencioso Zinedine Zidane puede reivindicar su memoria. Para ello deberá interpretar ese fútbol tan suyo en el que se da una inquietante paradoja: juega como los propios ángeles, pero en realidad es el mismísimo demonio.

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