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Pruebas de la política de "tierra quemada"

De uno de los dos autobuses que cruzan por el pueblo de Prizren (Kosovo) con las cortinas cerradas en pleno día emergen fugazmente dos caras. La de una niña y la de un anciano. Van en dirección a Recane, una de las aldeas en la frontera con Albania. A juzgar por el equipaje visible solo por las ventanas posteriores, son civiles: hay bolsas de plástico, botellas de agua, mantas, bultos de ropa. En una esquina de la ventana se estruja una caja de pañales. En Kosovo no hay que ser adivino para saber que son campesinos albaneses que van hacia algún lado determinado por los serbios. Posiblemente hacia la frontera en un atroz viaje forzado, penoso. Los autobuses desaparecen lentamente en un paisaje de desolación absoluta que ilustra sólo una minúscula y camuflada dimensión de la tragedia albanesa: primero pasan por un puesto de control de la policía serbia, donde, gracias a la accidental presencia de un grupo de periodistas extranjeros, el trámite es rápido. Guardias uniformados de azul con cintas blancas y rojas colgándoles del hombro, como sus fusiles, les dan el paso. Luego se alejan con gente que se ha visto obligada a dejar sus hogares y a la que la Alianza Atlántica les promete cada día que algún día volverán a sus casa y sus granjas. Según Washington y Bruselas, por la razón o por la fuerza.

Pero basta hacer un viaje por el sur del Kosovo para darse cuenta inmediatamente que esa es una promesa a muy largo alcance, una empresa colosal que va a requerir una ofensiva terrestre y una ocupación sólida seguida de una consolidación aliada en el terreno. Si ésta se produce con éxito -una posibilidad que todavía se perfila remota por causas políticas y tristemente muy ajenas a los civiles en fuga- mucho antes de que los habitantes de Kosovo vuelvan a sus casas y tierras, la OTAN tendrá que enviar ejércitos de ingenieros y legiones de albañiles para reparar el colosal daño causado por la limpieza étnica emprendida por los serbios. En cualquier dirección que uno mire, a lo largo del recorrido desde el pueblo de Vranje y Prizen, vía Urosevac, lo que hay es un muestrario de brutalidad sistemática que nuestros guías yugoslavos presentan como un ejemplo "del terrorismo albanés" con una frescura que estruja el alma porque no hay duda de que semejante espectáculo es parte de la sistemática campaña serbia contra la mayoría étnica de albaneses de Kosovo, de la política de tierra quemada. Es decir, expulsar a los albanokosovares de sus casas y prender fuego a sus pertenencias.

El viaje se hizo posible porque a Belgrado le interesaba mostrar (a la CNN, principalmente) la matanza de más de 70 campesinos albanokosovares masacrados por bombas de la OTAN que Bruselas admite que fue un accidente ("daño colateral", es la expresión favorita de Estados Unidos para este tipo de matanzas de inocentes).

Pero para llegar al lugar donde al menos cuatro misiles disparados por cazabombarderos F-16 pusieron brutal fin a la vida de gente que Washington y sus aliados insisten en defender, forzosamente hay que pasar por sitios por donde el daño realizado por los serbios es visible. Lo que ofrece ese paisaje es estremecedor. El coronel Slobodan Stojanovic, un fornido oficial en sus cuarentaitantos, inicia el tour del horror con una curiosa variante de una premisa digna del capitán del Titanic. En caso de un ataque "terrorista" del ELK (el llamado Ejército de Liberación de Kosovo) que no haya "pánico". Y, por supuesto, si hay que abandonar el vehículo, que las mujeres "salgan primero".

Afortunadamente no hay ni ataque terrorista ni pánico ni "agresión" de los aviones de la OTAN. Lo más sobrecogedor de toda la experiencia es el paisaje. Cientos y cientos de casas sin techo. Paredes ennegrecidas por el humo.

Hay en el trayecto una mezquita con el minarete de aluminio abollado por la caída de su propio minarete. Las lápidas en los cementerios musulmanes están destruidas. Llega un momento en el que uno pierde la cuenta de las aldeas quemadas y en la que más de una todavía arde una casa. Nada se mueve, excepto las vacas abandonadas. Vagan sin rumbo, propósito o dueño.

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La presencia militar serbia es invisible. A lo largo del trayecto de 36 horas lo que se ven son policías con las manos en los bolsillos. Unos acarrean neumáticos hacia las proximidades de puentes para quemarlos en la creencia de que el denso humo negro los hará invisibles. Sólo pudo verse a un blindado en un cruce en la carretera.

Lejos, cerca de Strpce, un tanque ligero hizo una maniobra veloz sobre un trigal y se perdió en una quebrada. En el mismo curso de ésta, kilómetros después, dos soldados yugoslavos pescaban. Al ver pasar el autobús, saludaron con los tres dedos, el símbolo de la supremacía serbia. Contrariamente a los partes meteorológicos que se imparten desde Bruselas, el tiempo era bueno. Alguna que otra nube sobre nevado monte Sharc añadía un incongruente detalle decorativo a la peor escena de guerra europea desde la derrota de los nazis en Yugoslavia en manos de los guerrilleros de Tito.

Mientras los periodistas constataban el horror de la matanza de campesinos albaneses en el camino entre Dakovica y Prizen, donde era difícil decidir cuál era la imagen más impresionante, la de cuatro adolescentes mutiladas por los misiles, el tórax de un anciano lanzado contra los árboles y abandonado, la solitaria cabeza de otro hombre descuartizado por una explosión o lo que quedaba del conductor de un tractor calcinado en el volante, sonaron unos cuantos disparos de baterías antiáereas. Al estallar, los proyectiles produjeron una pequeña nube negra. "¡Han dado a un avión!" exclamó un bisoño reportero. Estaba nervioso. Obviamente nadie le había dicho que en la guerra la primera víctima es la verdad. Y que cuando los militares hablan de teatro dan en el clavo. Especialmente en los tiempos de propaganda más o menos sofisticada en los cuales hay que ceñirse a la regla de oro. Creer en la mitad de lo que te dicen y en una cuarta parte de lo que te hacen ver.

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