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Después de Dylan

Madrid es hoy la ciudad donde ayer estuvo Bob Dylan. Puede que además de eso sea otras muchas cosas, pero, para mí, ninguna es tan evidente, tan incontestable. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Qué indicios o qué rastro dejan sobre un lugar las personas que lo cruzan? Depende de quién lo pregunte y desde dónde se las mire; depende de si uno piensa que se puede seguir siendo el mismo antes y después de haber leído Moby Dick, antes y después de ver Ciudadano Kane o el Guernica de Picasso.Cuando se está convencido de que no, de que las obras que nos apasionan o nos conmueven también nos transforman en seres distintos, es fácil entender la razón de que para algunos hoy Madrid sea, sobre todo, la ciudad en la que ayer estuvo Bob Dylan: sencillamente, te asomas a la ventana y ahí lo tienes, es algo que antes no estaba y ahora sí, que puedes rehacer con sólo cerrar los ojos, como quien al mirarse una cicatriz recuerda el dolor de una vieja herida.

A mucha gente no le parece sano que uno siga con esa fe lo que le gusta, lo que necesita para convencerse de que vale la pena estar una temporada en este mundo. Mucha gente considera una esclavitud y hasta un vicio esta manera de vivir atado a diez o doce canciones, a unos cuantos libros o media docena de películas. Puede que estén en lo cierto, pero, ¿qué es lo contrario de la pasión; con qué se puede sustituir lo que nos fascina de una forma tan desmesurada, con una falta de fisuras tan ilógica? "Uno sólo es libre", escribió Elías Canetti, "cuando no quiere nada. Entonces, para qué querría uno ser libre?".

Me pregunto qué sentirán ahora mismo quienes ayer estuvieron en el Palacio de los Deportes, en especial los espectadores de más edad, los que han envejecido junto a su héroe, viéndolo pasar de mito de la juventud inextinguible a obstinado ejemplo de supervivencia. Durante la actuación, me dediqué a observar a un amigo, a espiarlo para ver si seguía siendo ese hombre llamado Alberto Marzal, de cuarenta y tantos años, empleado de banca, casado y con dos hijos, que dedica parte de su tiempo libre a oír a Dylan y a los Rolling Stones, a coleccionar elepés, fotos, biografías; que ha invadido sin alardes, pero con determinación, ese territorio que siempre estuvo reservado a los adolescentes y los modernos, esa especie de isla-de-nunca-jamás en donde está la parte feliz de la existencia y de la que se expulsa a los mayores y los discretos, los silenciosos y los normales, los que sobrepasan la última línea de su reino que se mantiene en forma a base de no tener pasado y devorar a sus príncipes. Allí estaban Alberto y otros muchos iguales que él, con los ojos un poco más brillantes que de costumbre, clavados en el genio cuya perseverancia les enseña que para conquistar algo hace falta ser valiente, pero también para no rendirse.

Para ellos, quinceañeros en la España todavía oscura de los sesenta, donde se sentían al margen de todo y fuera de onda, un concierto como el de Bob Dylan significa algo más: ser parte de la realidad, vivir en un país como otro cualquiera. "Fíjate qué cambio", dice Alberto, "antes, al comprar sus discos, cuanto más me gustaban más sufría; con Blood on the tracks sufrí mucho, y también con Planet waves, con Desire, con Street legal, con Slow train coming... Sufría porque pensaba que iba a morirme sin verlo. Y, sin embargo, ésta es la cuarta vez que viene a Madrid desde 1984".

¿Qué verán hoy las mujeres y hombres que ayer estaban con Dylan, el inventor del rock and roll inteligente y los poemas eléctricos, cuando miren su calle, su casa, su oficina? Ojalá aún sigan siendo los de entonces, los que hubiesen querido ser Neruda para poder decirle "porque por ti se pintan de azul los hospitales/ y crecen las escuelas y los barrios marítimos,/ y se pueblan de plumas los ángeles heridos/ y se cubren de escamas los pescados nupciales,/ y van volando al cielo los erizos;/ por ti las sastrerías con sus negras membranas / se llenan de cucharas y de sangre/ y tragan cintas rotas, y se matan a besos,/ y se visten de blanco". Les habría gustado, porque la admiración a veces es tan pura, tan contraria al engreimiento y la soberbia.

Ayer estuvo aquí Bob Dylan, y ahora, la mañana siguiente, sales a la calle y todo parece tan limpio.

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