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GUERRA EN YUGOSLAVIA

Los Balcanes estallan en Rusia

La complicada situación interna condiciona la actitud de Moscú en la crisis de Kosovo

Unas palabras de Borís Yeltsin en las que advertía del riesgo de que Rusia se vea arrastrada a la guerra en los Balcanes y de que eso desate la tercera guerra mundial bastaron el viernes para que un escalofrío de alarma se extendiera por un Occidente prematuramente convencido de que la antigua superpotencia comunista no es ya siquiera un enemigo creíble. El anuncio de que los misiles balísticos apuntaban hacia los países que bombardean Yugoslavia, entre los que está España, fue luego desmentido. Así y todo transmitió un mensaje: es peligroso relegar a Rusia en esta crisis.Fue un lenguaje de guerra fría. Como el de diciembre, cuando Rusia retiró una semana a su embajador en Washington tras los bombardeos a Irak. Tal vez los estrategas políticos de la OTAN efectuaron el mismo cálculo en la crisis de Kosovo. Si fue así, se equivocaron de plano: ésta es para Rusia una herida mucho más profunda que la iraquí, y de efectos internos infinitamente más explosivos.

Hace 15 años, esta guerra habría sido imposible. Consideraciones ideológicas aparte, el equilibrio existente entonces entre los dos superpoderes, aunque basado en el terror, logró una estabilidad en Europa que, desde la perspectiva de las catástrofes de la última década del segundo milenio, resulta casi envidiable.

Por los poros de la mayoría de los políticos rusos, de los manifestantes ante la Embajada de EE UU y de los voluntarios que se alistan para combatir junto a los "hermanos serbios" late la rabia por una humillación. El 92% de la población está en contra de los ataques de la OTAN. A la segunda superpotencia nuclear del planeta se le ha concedido voz, pero no voto. De poco sirve que sea uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, con derecho de veto. Las grandes decisiones ya no se toman allí.

La OTAN, con EEUU al frente, ha lanzado su máquina de guerra sin respaldo directo de la ONU y con rechazo expreso de Moscú. Y, hasta ahora, Rusia sólo ha respondido al ataque contra su aliado estratégico con palabras (cada vez más duras) y gestos como el envío de un barco espía y ayuda humanitaria, y el "análisis detenido" de la petición serbia de unirse a Rusia y Bielorrusia.

Rusia está reducida a la condición de pedigüeña internacional, tiene un Ejército que ni siquiera pudo vencer a Chechenia, un presidente enfermo, acosado y con frecuencia nefasto, y una clase política dividida. Sus únicos argumentos para que Occidente la tenga en cuenta son que sigue siendo una superpotencia atómica y que los efectos de una desestabilización interna no se detendrían en las fronteras de este enorme país bicontinental. La Rusia nacida de las cenizas de la URSS ha tenido que tragarse el sapo de que la OTAN se ampliase por la antigua órbita soviética -Polonia, Hungría y la República Checa-, y ve cómo la línea roja se acerca a las repúblicas bálticas ex soviéticas. Desde Moscú, los ataques a Yugoslavia se ven como la enésima prueba de que EEUU hace y deshace a su antojo en el mundo, incluso allá donde Rusia reclama un derecho histórico a ser tenida en cuenta.

Los comunistas y los nacionalistas rusos piden que se pase de las palabras a los hechos y se rompa el embargo internacional de armas. Incluso la Duma ha aprobado una resolución en ese sentido. El presidente Borís Yeltsin y el primer ministro Yevgueni Primakov parecen muy lejos aún de cruzar esa frontera, aunque afirman que no se quedarán de brazos cruzados si llega la invasión terrestre que, según ellos, convertiría a Yugoslavia en un protectorado.

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La OTAN, afirman, ha entrado en acción cuando la diplomacia aún no había agotado sus recursos. A Moscú le gustaría apuntarse el tanto de lograr detener los bombardeos y dar una oportunidad a la solución política con reuniones del Grupo de Contacto y el G-8, debates en la ONU y misiones mediadoras. El ministro de Exteriores, Ígor Ivanov, especialista en los Balcanes, sería la punta de lanza de una presión sobre Slobodan Milosevic que daría a éste la oportunidad de ceder ante un amigo, y no ante un agresor. Los fantasmas que Yeltsin evocó el viernes parecen haber tenido, cuando menos, el efecto de dar un impulso a la vía negociadora.

La democracia está muy lejos de haberse asentado sobre las cenizas del régimen soviético. La esperanza de libertad y de progreso que abrió Borís Yeltsin se ha ido desvaneciendo, al tiempo que la economía se degradaba en plena transición del centralismo estatalista al mercado libre. El partido comunista es el más poderoso del país, y el que saca provecho de la xenofobia y el antiatlantismo provocados por esta crisis. Junto a sus aliados nacionalistas domina la Cámara baja del Parlamento y somete a Yeltsin a un cerco que busca la destitución del presidente.

Rumbo incierto

El rumbo de Rusia es incierto. La vía de las reformas es hostigada desde los flancos, y Primakov se mueve por un terreno intermedio que parece depender unas veces de que el Fondo Monetario Internacional se muestre razonable y otras de la necesidad de mantener un equilibrio entre las diversas fuerzas internas.La era de Yeltsin se acaba. Y, acosado, resulta imprevisible. Al mismo tiempo que hablaba de tercera guerra mundial desmentía que pensara decretar el estado de emergencia, destituir al Gobierno o ilegalizar el partido comunista. Con un historial de hacer hoy lo que hasta ayer negaba, dio en realidad carta de naturaleza a lo que eran simples rumores. El Servicio Federal de Seguridad, heredero del KGB soviético, ha enviado un insólito mensaje (que para algunos analistas esconde una amenaza) a los presidentes de las dos Cámaras y al primer ministro en el que duda de la legalidad del juicio político que persigue destituir a Yeltsin. Es un tiempo difícil, propicio a peligrosas huidas hacia adelante.

En diciembre, si las previsiones constitucionales se cumplen, habrá elecciones legislativas. Las presidenciales deben llegar seis meses después. El resquemor antioccidental se medirá entonces en votos, y perjudicará a los partidos y candidatos mejor vistos desde Washington y que apuestan por "homologar" a Rusia. Los propios líderes políticos hablan cuando les conviene de peligro de golpe de Estado, explosión social y guerra civil. Hay una manera de conjurar estos fantasmas: no humillar a Rusia.

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