LA CRÓNICA El taxista que nunca tenía prisa MONIKA ZGUSTOVÁ
Nerviosa, paro un taxi. "¡A la Fundación Miró!". "¿Miró? No estará eso por allí, en el Montjuïc?", me pregunta el taxista, pronunciando el nombre del monte como alguien que acaba de llegar a la ciudad y aún no ha tenido tiempo de conocer los lugares ni de aprender la pronunciación correcta de sus nombres. Vaya uno me ha tocado, me digo, ¡Monkhuitx! Ni siquiera sabrá llegar. "Dígame, ¿cómo se va allí?", oigo efectivamente a continuación. ¿Será posible?, pienso fastidiada. "Recto hasta la plaza de Espanya, luego tome el Paral.lel, y la primera a la derecha. Después suba hasta arriba". "Y ¿para llegar a la plaza de Espanya?". "Pasando por la plaza de la estación de Sants y luego recto", contesto, esforzándome en fingir tranquilidad, orgullosa de mi aparente paciencia. El taxista intenta establecer una conversación, pero yo callo tozudamente. No te voy a contar nada, por ser un patata; ya te cansarás de tu soliloquio, le digo en mi interior. Nos quedamos parados en un cruce. Cuando se tiene prisa y uno va en taxi, cinco minutos se convierten en horas de engorro, llenas de la estridencia de las bocinas y del desasosiego estresante que inunda el aire de las calles. El taxista todavía no ha abandonado la esperanza de encontrar en mí a una interlocutora: "Yo lo que hago es aprovechar los semáforos y los atascos para relajarme", dice con voz inocente. Nada relajada, no contesto. Él prosigue: "Y también los aprovecho para conversar con mis clientes, para saber cómo es cada cual y qué piensa". Y al cabo de una pausa añade: "¿Qué haría usted si le tocaran 500 millones de la Primitiva?", una pregunta que me suena a cliché preparado para pinchar a viajero mudo. No obstante, por primera vez siento encenderse en mí una pequeña chispa de interés por lo que este hombre tenga que decirme. ¿Qué haría? Nunca me lo he planteado, no creo en la lotería. "No lo sé", contesto con franqueza. "Supongo que haría una donación a una fundación benéfica". Lo digo convencida de que el conductor se burlará de mi poca imaginación a la hora de gastar dinero; pero, curiosamente, él se mantiene serio, pensativo. Al quedarnos parados en el siguiente atasco, justo antes de entrar en la plaza de Espanya, el taxista reflexiona en voz alta: "La mayor suerte que puede tocarle a uno es tener un trabajo que le guste, ¿no le parece?". "¿A usted le gusta lo que hace?". "Mucho. Tengo contacto con la gente. Y me siento útil". "¿Y el follón de la gran ciudad, las prisas?". "Yo nunca tengo prisa. A mis clientes impacientes o histéricos les digo: "No hay tiempo para malgastarlo en prisas". Suelen entenderlo, aunque no todos. Seguramente conoce el refrán: quien deprisa vive, deprisa muere". No, no lo conocía. Pero sí recuerdo otro: lo que de prisa se hace, despacio se llora. Mientras pienso en proverbios, el taxista prosigue: "Sí, me encanta mi trabajo. En 30 años que llevo haciendo el taxi en Barcelona jamás me he peleado con un cliente. Al contrario: la gente me cuenta sus cosas y yo aprendo mucho sobre la vida". Ya ni se me pasa por la cabeza preguntarme cómo es posible que en 30 años uno no haya sido capaz de aprender los trayectos de la ciudad. Ya no me parece importante. En cambio, le pregunto a ese hombre, cuya universidad han sido las conversaciones ajenas, anónimas, diarias, lo que en ese instante me interesa por encima de todo de él. "Y usted, ¿qué haría si ganara 500 millones?". "No quiero ganarlos", dice. "No soy una persona instruida y no sabría qué hacer con tanto dinero ni a qué institución dedicarlo". Tomamos la calle de Lleida y subimos por Montjuïc, a paso de tortuga, detrás de uno de los coches de autoescuela que allí hacen prácticas. A estas alturas disfruto de la lentitud con que avanza el taxi, y es que me siento intrigada por esta conversación. Espeto: "¿Realmente no desea que le toque un buen dineral? No le creo". "No lo quiero, se lo juro. El dinero vuelve mala a la gente. Mire, ¡ya florecen los árboles! ¡Fíjese cuántos hay por aquí!". Efectivamente, Montjuïc está salpicado de las manchas amarillas de las mimosas y del rosa pálido de los ciruelos. Pago y, tranquila y serena, me apeo. Quisiera decir algo especial, significativo, memorable. Absurdo. Cruzando la calle, con un gesto de la mano por lo menos saludo efusivamente al compañero de viaje que ha mejorado mi día.
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