Michelines sin estrellas
La primavera parece ser una época propicia para reflexionar sobre los regímenes alimenticios, las cuestiones dietéticas y las curas de adelgazamiento. Por un lado, vamos desempolvando los bañadores y otras prendas veraniegas y nos horrorizamos un año más al comprobar que no nos caben. Como complemento de lo anterior, nos encontramos en una estación muy oportuna para deleitarnos con verduras de toda índole que resultan siempre diuréticas y favorables para las buenas intenciones, las que pretenden poner a raya el cuerpo. Desde luego la arruga puede ser bella y estar de moda, pero a la obesidad, por razones obvias médicas pero también estéticas, se la combate con un odio superior al que inspira el tabaquismo. Lejos están los tiempos no ya del maestro Rubens y sus rollizas modelos, sino la de comienzos de este siglo donde vendía la moda de la redondez. Inolvidable en este sentido el anuncio de un chocolate de la época que mostraba, bajo el célebre eslogan Antes y después de tomar el chocolate Matías Lopez, a una pareja esquelética y alicaída frente a otra, tras disfrutar del referido chocolate, gruesa y sonriente, conforme a los cánones de la belleza y del estatus privilegiado de entonces. En un país asolado por la necesidad y el hambre, y ennegrecidas sus gentes trabajando de sol a sol, el ideal estético era de sobreabundancia en carnes y pieles pálidas y empolvadas, tan distinto a los cuerpos esbeltos y bronceados de hoy día. Sobre idea de la gordura como el auténtico pecado capital de nuestra sociedad hay que citar al chispeante gastrónomo Jose Manuel Vilabella, gallego de nacimiento pero ovetense de corazón, que dice: "Los gordos se han convertido en una etnia, en una clase social, y los inquisidores de la dietética los aíslan para hacerles la vida imposible: reducen los asientos de los aviones, les impiden ir al cine, los avergüenzan en el ascensor. La fobia al gordo origina a la larga el espanto de la anorexia y el absurdo de la bulimia. El gordo quiere observarse por dentro, descubrir sus esqueleto, verse la calavera en el espejo. El gordo, antes de partir para el más allá, quiere darse la vuelta como un calcetín y decirnos adiós con esa tristeza de los andenes y esa sonrisa triunfante del que muere por la patria ajena, del que abjura de su cocido, se olvida de su tortilla de escabeche y niega, como Pedro y por tres veces, el canto del gallo asado con patatas nuevas de su juventud. El franquismo, a su sistema político injusto, a su férrea dictadura militar, le llamaba el régimen. Por algo sería". El orondo Fernando Point, precursor de la Nouvelle Cuisine francesa, que alardeaba de su corpulencia, también sacó a relucir su vis cómica en una arrebatada defensa de la gordura de los cocineros: "Cuando yo voy a un restaurante que no conozco pido siempre conocer al chef antes de comer. Yo sé que si él está delgado no comeré bien. Y si él es delgado y triste, no tengo más alternativa que salir disparado. Pero antes de menospreciar a un delgado, es mejor informarse, ya que puede tratarse de un antiguo gordo". Ni tanto ni tan calvo. Es evidente que aquí pasamos del blanco al negro. Hay quien ha llegado a afirmar que hoy día se lleva más los cocineros delgados, y por supuesto con ropas de diseño, lo cual es una tontería tan grande como la boutade del inmenso Point. Y para ir contracorriente y salirse del tiesto, nada mejor que citar unas estrofas del himno a la celulitis de Enrique Serna y que tanto gusta a Isabel Allende, quien lo recuerda en su delicioso libro Afrodita: " ¡Oh encanto de la gorda/ pierna de robustez elefantina/ que en grasa se desborda/ ¡oh majestad divina/ del muslo rebozado en gelatina!/ Vivan las adiposas/ adoratrices del esfuerzo nulo,/ que dejan las odiosas/ fatigas para el mulo/ y comen todo lo que les agranda el culo". Pero vamos a dejarnos ya de canción protesta y de rebeldía contra los regímenes a los que nos obligan nuestras nocivas adiposidades, volvamos disciplinadamente al redil de los cuerpos Danone y reencontrémonos con una comida tan sana, natural, fresca, y antimichelín como son los espárragos, que en este mes de abril, según dijo Victor Hugo, "de la primavera son la juventud y la mañana, y en nuestros jardines su mensajero más precoz". Esta especie de lirio, tan propicio para desarrollar una cocina liviana como la que hoy está de moda, es un alimento delicioso, de digestión ligera, con alto contenido en fibra y muy diurético. De color blanco, inmaculados cuando son de calidad, no vale con ellos el ande o no ande. No son precisamente esos espárragos gigantescos, gordos, muchas veces exhibidos en frascos de cristal para contemplar toda su magnitud, ni tampoco el excesivamente flacucho, las mejores muestras del mejor producto. En el término medio está en este caso la virtud, aunque suene a escolástico. Recopilando más datos prácticos, hay que recordar que a la hora de comprar espárragos frescos hay que tener en cuenta que la punta debe de estar bien apretada, con las escamas muy próximas. sin manchas o signos de humedad. Y el tallo, rígido pero quebradizo, de corte brillante. El pelarlos es ya otro cantar. Les recomiendo unos utensilios apropiados, del estilo de los pelapatatas ya que con el cuchillo es más difícil. Hay que raspar de arriba abajo (a partir de la yema). También debe de cortarse un trozo, el más duro y fibroso, de su base .Y hay que procurar igualarlos para que tengan una cocción uniforme. Por cierto, la tradición dice que el espárrago se cuece mejor si, tras limpiarlo, la parte final se quiebra con la mano, en vez de cortarlo con el cuchillo. En el Cocinero religioso, un recetario conventual navarro de fecha desconocida (posiblemente de finales del siglo XVII o primer tercio del XVIII), firmado por el seudónimo de Antonio Salsete, al hablar de los espárragos, y más en concreto de su corte, dice cosas de una modernidad apabullante: "Esta hierba, para aprestarla como se debe, era necesario que la cortase un convaleciente, porque con sus débiles fuerzas tronchará del espárrago lo que se come, cuando los cocineros forzudos, cortando todo lo que pueden tronchar nos guisan en lugar de espárragos trancas y palos inmasticables. Del espárrago no se ha de cortar sino lo que él buenamente diere de suyo, que por lo común son dos pedacitos. Lo demás es leña". Otra regla importante es la de la cocción. Algunos acostumbran a cocerlos con sal y azúcar a partes iguales, y, según la época y el tamaño del espárrago, suele tardar unos 35 minutos. Otros dicen que para cocerlos a la perfección hay que añadir al agua de la cocción una patata pelada y cascar en la misma un huevo. Pero lo fundamental, al fin y al cabo, es que el espárrago, como la pasta, hay que cocinarlo al dente sin dar lugar a su frustrante flacidez.
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