Sindicato aéreo
PEDRO UGARTE Así como doctores ha tenido y tendrá siempre la Iglesia, el Sepla (aguerrido sindicato de pilotos de líneas aéreas, que ha triturado las primaverales vacaciones de muchos ciudadanos) sin duda también tendrá los suyos, y podrían habernos explicado sus reivindicaciones y demandas con sólidos argumentos de justicia material. Se debe tener prudencia a la hora de enjuiciar lo que uno desconoce, pero hay aspectos del problema que a nadie se le escapan: sabemos poco de las razones que asisten a esos tipos uniformados que frecuentan hoteles de cinco estrellas, pero lo que sí sabemos es que su plan de comunicación es un desastre. Si algo ha perdido el Sepla con sus huelgas reiteradas es la batalla de la imagen. Quizás es el problema de lucir con tanta soltura, casi con intimidación, sus dorados galones en los aeropuertos y en los hoteles internacionales: que luego, a la hora de dar pena, no funcionan. Cuando uno se topa en algún hotel con esa tropa de navegantes celestes siempre se aparta un poquito, para no molestar, para no interrumpir su recto camino hacia la gloria. Además, como dice mi madre, son altos y bien parecidos. Tienen toda la traza de unos perfectos triunfadores. Resulta difícil que lleguen a inspirarnos verdadera compasión. Con los pìlotos, al margen de las razones que les asistan y que nadie ha sabido explicar, queda el tufo gremial del sindicalismo contemporáneo. Hace tiempo que el movimiento sindical ha dejado de ser una expresión de generosa solidaridad que practican entre sí las clases más desfavorecidas. El sindicalismo lleva camino de encastillarse en sectores muy concretos del variopinto mundo del trabajo (la función pública, la enseñanza y, por supuesto, los gremios reducidos, elitistas y de alto valor añadido), olvidándose del común de los mortales. El sindicalismo funciona a toda potencia donde no merece hacerlo: en los niveles más confortables del trabajo, entre los contratos de mayor calidad y mejores garantías. Mientras los pilotos atoraban con su huelga de galones caídos el tráfico de los aeropuertos, una parejita de chicos (él empleado en un almacén de baterías, ella auxiliar administrativo con contrato temporal) ha visto pulverizadas sus vacaciones, las que llevaban esperando tanto tiempo y que habían conquistado después de aquilatar unos ahorrillos. A mucha gente humilde le han hecho la pascua en la semana de Pascua, y los días de pasión han sido de martirio en los amplios aeropuertos. Los pilotos han perdido la batalla de la imagen, pero muchos sencillos trabajadores han perdido sus vacaciones. El sindicalismo ha encontrado en el aire el mejor lugar para aplicar sus estrategias: los pilotos, los controladores, esos oficios altamente tecnificados que los que vivimos a ras de tierra contemplamos con admiración, con supersticioso respeto. Mientras tanto prosperan como hongos las empresas de trabajo temporal: la gente firma contratos leoninos, curra fuera de horario y hace lo que puede para seguir currando, lo cual no es poco cuando el trabajo se ha convertido en la sustancia más valiosa de la sociedad postindustrial. Los pilotos organizan aguerridas asambleas, redactan puntos de negociación irrenunciables, resuelven secuestrar el descanso de sus conciudadanos. Los que ya no organizan asambleas son los fresadores o las secretarias. Ni siquiera (a pesar de todo el tiempo que tienen) organizan asambleas los parados. Las asambleas de parados fueron un invento de la transición que, como tantos otros, ya se ha desvanecido. El que escribe volverá a verse con nuevas expediciones de Iberia surcando los salones de los hoteles y seguirá apartándose un poquito, porque lo intimidan los galones, la gallardía, incluso ese moreno de rayos uva que los pilotos lucen en diciembre. Quizás sea cierto que aún no cobran todo lo que merecen y que nosotros debamos persignarnos de gratitud al poner el pie en sus naves majestuosas.
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