Bienvenido a la tierra que quieren destruir
Viaje hasta el corazón de la guerra a través de un paisaje de gente paralizada y con los nervios de punta
ENVIADO ESPECIALCon el uniforme bien planchado, la insignia militar bien pulida, el joven teniente serbio se afinó el bigote mientras examinaba el pasaporte. Luego le puso un sello y extendió la mano. "Bienvenido a Yugoslavia, la tierra que Clinton quiere destruir. No lo conseguirá. Está loco". Tal fue el escueto recibimiento a la guerra que amenaza con prolongarse y complicarse más allá de las previsiones de la alianza capitaneada por Washington y de los temores de los propios yugoslavos.
La incertidumbre es casi palpable a lo largo del recorrido por el paisaje rural desde la frontera húngara hasta las afueras de Belgrado. Se la ve en los rostros de los agricultores que salen a los caminos a tratar de conseguir un poco de diésel para sus tractores, paralizados en el campo desde hace días. Está en la quietud de las aldeas semidesérticas, donde la mayoría de los negocios permanecen cerrados, y no precisamente por el feriado de la Pascua ortodoxa que se celebra estos días.
En uno de los puestos de control de la milicia, unos jóvenes interrumpieron su banquete de pan y sardinas para inspeccionar el coche. "En Belgrado ni en ninguna parte ya quedan cigarrillos", comentó uno de ellos clavando intencionadamente la mirada en un cartón de tabaco del pasajero. El ademán resultó exitoso. "Gracias, muchas gracias", dijo tras hacerse con unos cuantos paquetes. "Le deseo mucha suerte en Yugoslavia", agregó antes de despedirse.
"La vamos a necesitar", diría minutos después, en el coche, Ferenc, el conductor húngaro que está amasando una pequeña fortuna transportando a periodistas hacia el corazón del más grave conflicto europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Según Ferenc, hace algunos días lo interceptó un grupo de hombres armados, le quitaron el dinero que llevaba encima y su teléfono portátil. Luego sacaron una manguera y le robaron la gasolina. "Bandidos y descontrolados", dijo. "Me dejaron el coche por milagro", dijo.
El camino a Belgrado ofrece la postal de un país con los nervios de punta. En una tienda de abarrotes, su demacrado propietario no quiso ni comentar qué bien sienta dejar atrás el invierno. Los conductores intercambian miradas furtivas. Hay pueblos que parecen haber sido abandonados a toda prisa.
En las proximidades de Novi Sad, uno de los puntos más castigados por los últimos bombardeos, sobran las imágenes de movimiento humano: coches repletos de gente y coronados por maletas y bultos de todo tipo. Familias enteras en traslado obligado a zonas relativamente más seguras. Yugoslavia es hoy el país de los ceños fruncidos y el recelo omnipresente y muy visible.
Uno puede viajar durante horas sin ver más movimiento que el de algunas ovejas o el aparatoso vuelo de faisanes hacia colinas con árboles en flor. Y es allí donde surge una de las muchas incongruencias: en medio de esa quietud pastoral hay vehículos blindados, soldados reparando líneas de comunicación y centinelas instalados en varios puntos de la carretera.
El humor de Ferenc, uno va descubriendo, tiene matices bastante oscuros. "Creo que aquí se queda tu ordenador, tu dinero y tu pasaporte", dice mientras el coche se aproxima a un puesto de control, cuyos responsables, por fortuna, se limitan a saludarnos con inofensiva curiosidad. Por ningún lado se ven pintadas hostiles a Estados Unidos y la OTAN. Irónicamente, los letreros de Coca-Cola, símbolo universal del poder yanqui, abundan.
Aparte de las imágenes de la devastación causada por las bombas, la ilustración más elocuente de que la tenaz ofensiva aliada ya ha comenzado a estrangular la economía está en las gigantescas colas de vehículos ante las pocas gasolineras que permanecen en funcionamiento. O en la total parálisis de la navegación por el Danubio, que ya ha causado inmensas pérdidas económicas, y no sólo a Yugoslavia. La destrucción de puentes está comenzando a causar mermas en la industria del transporte en Rumania.
Es más que aparente que la estrategia aliada es golpear vitales centros industriales y virtualmente paralizar a la nación y reducir las posibilidades de movilización de sus tropas. Por eso se explica el bombardeo de las refinerías. Una planta de Jugopetrol, la empresa estatal de hidrocarburos, en Smederevo, en el sector central de Yugoslavia, todavía ardía ayer por la mañana tras un pesado bombardeo en horas de la madrugada, según la prensa de Belgrado.
Una de las estaciones de gasolina a la entrada de la capital suministraba ayer lentamente combustible. Pero sólo a autobuses del servicio público. La cola era de más de dos kilómetros. Los autobuses que todavía transitan por la capital y sus alrededores se mueven con los muelles al tope de su resistencia. Llevan a aglomeraciones de yugoslavos y yugoslavas de toda edad, con las caras preocupadas y pegadas a los cristales. Bien puede pasarse un día entero esperando transporte. O semanas y semanas esperando que en algún momento se produzca un milagro diplomático y pare de una vez la lluvia de bombas.
Nicola, un gendarme serbio destacado en uno de los controles, no es optimista. Pero no parece importarle mayormente la posibilidad de una escalada aún mayor, que, dicho sea de paso, no es del todo descartable. "Que vengan", decía desafiante, "que vengan a seguir arrojando sus bombas, que manden sus soldados y sus tanques, que hagan lo que quieran. Aquí les enseñaremos lo que es el espíritu de la patria serbia". "¿Recuerda usted con qué orgullo hablaba Clinton de sus aviones invisibles? Ni invisibles ni invencibles, esos famosos F-117. Ya hemos derribado a tres, pero la OTAN miente. Dice que derribamos sólo uno. Miente Clinton y miente la OTAN".
No ofreció pruebas, pero sus palabras eran las de un hombre convencido de que el mundo entero se ha volcado contra Yugoslavia y que Yugoslavia está dispuesta a defenderse hasta el último soldado.
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