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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La piel en el asfalto

DURANTE LAS últimas vacaciones de Semana Santa, 169 personas han perdido la vida en las carreteras españolas debido a accidentes de circulación ocurridos en los más de 20 millones de desplazamientos en automóvil registrados durante el periodo. Es la cifra de accidentes y muertes más alta de los últimos seis años y, por tanto, hay razones para entender que haya generado una cierta inquietud social. Como primera respuesta a esta inquietud, el director general de Tráfico, Carlos Muñoz-Repiso, ha apelado a las conductas negligentes de los conductores, mientras la oposición pedía la comparecencia en el Congreso del ministro del Interior para explicar este brusco cambio de tendencia después de la reducción de la mortalidad vial en los últimos años.Las causas de tan deprimente crecimiento de la siniestralidad son complejas y no pueden despacharse con explicaciones apresuradas. El intento de responsabilizar principalmente a los conductores de las muertes en la carretera, tal como sugiere el director general de Tráfico, forma parte de la costumbre tan querida de la Administración de culpar al empedrado, al clima o a los ciudadanos de cuantos problemas no sabe o no puede resolver. Cuando en el puente de la Constitución de diciembre de 1997 miles de ciudadanos tuvieron que pasar la noche en sus coches, ateridos de frío y sin comida, porque un atasco les impidió regresar a sus domicilios en Madrid, el Gobierno regañó a los conductores damnificados por atreverse a viajar con mal tiempo. Ahora, los responsables oficiales esgrimen el buen tiempo para explicar la aglomeración en las carreteras y reprenden a los automovilistas por los "despistes" y "pequeñas distracciones" que, en su opinión, causan el aumento de los accidentes. Cualquier explicación, por grotesca que sea, parece válida si con ella se diluye la más mínima responsabilidad de los gestores públicos.

Efectivamente, el buen tiempo y el aumento del parque automovilístico son las razones por las que hay más coches en las carreteras. Pero que circulen más automóviles no equivale fatalmente a más accidentes. En lugar de tomar el rábano por las hojas, el Gobierno debería preguntarse si está haciendo bien lo que debe, que no es sermonear a los ciudadanos después de que se produzcan los desastres, sino disponer de todos los medios para evitarlos. La calidad y seguridad de los automóviles ha aumentado notablemente en los últimos años; pero el estado de las carreteras provinciales y comarcales -los tramos donde se producen más accidentes mortales- se deteriora sin cesar. Algo tendrá que ver en ello el drástico recorte de la inversión en infraestructuras, única partida sacrificada sin límite para ajustar el déficit.

Los responsables públicos deberían preguntarse también si no convendría aumentar el número de policías de tráfico, porque su presencia actual en las carreteras es limitada e inefectiva, tanto para evitar las infracciones como para agilizar la circulación, o si no deberían intensificarse las campañas de educación vial, no sólo con publicidad dirigida hacia los conductores con carnet, sino endureciendo las exigencias físicas y cívicas para concederlo. El camino correcto es el de adoptar medidas activas, y no el de echar la culpa a los ciudadanos.

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