Del rojo al gris ANTONI PUIGVERD
Leo artículos y declaraciones intelectuales sobre la guerra balcánica. Una vez más, los gladiadores de la letra escrita luchando frente al público en busca de la verdad perdida. Nada sería más cómodo para nuestra confortable posición que una verdad mayúscula e indiscutible, como es, a pelota muy pasada, la maldad purísima de Hitler o la generosidad sin mácula de los norteamericanos antes de cometer los pecados de la guerra fría y de caer en su particular infierno vietnamita. Hay nostalgia entre nosotros, discretos occidentales sentados frente al televisor en un pequeño, aunque mullido y seguro, sofá del planeta. Nostalgia de un pasado en blanco y negro: un melancólico deseo de verdades redondas como soles que pudieran eliminar de un plumazo las sombras que empañan el confuso paisaje moral de nuestro tiempo. Algunos articulistas, por ejemplo, señalan con dedo crítico la imperfección del bombardero occidental sacando sus vergüenzas a la luz: los cínicos negocios de armamento, el cínico olvido de otros genocidios (el kurdo, el infatigable dolor africano). Como si el dolor de los albanokosovares pudiera rebajarse o incluso evaporarse recordando las contradicciones de Occidente. De la misma manera, la causa serbia, presentada como un mal sin matices, aparece como un fantasma antiguo, de primitiva fealdad, útil para nuestra nostalgia de buenos y malos, pero inútil para aproximarse a la inasible realidad balcánica. Los serbios sufrieron mucho en el pasado y su actual radicalismo étnico, sanguinario y enloquecido, es hijo de la manipulación de este sufrimiento: no sólo por parte de Milosevic y de sus secuaces más enfebrecidos: también de algunas potencias occidentales, de la Francia de Mitterrand, por ejemplo. Llegado a este punto, mi escrito se ha contaminado del tono deportivo, de juego de salón, que inevitablemente abraza las opiniones comprometidas sobre la guerra: comprometidas, naturalmente, con nuestro ombligo de escritores, con nuestro oficio de parlanchines. Parecemos, sí, espadachines de papel, mientras las bombas destrozan puentes y mientras las encallecidas manos de los asesinos apilan cadáveres para una fosa común. No puedo entender el conflicto balcánico. Buceo una y otra vez en su historia y salgo enmudecido. Recorro los tópicos con que se ha definido: avispero, rompecabezas étnico, choque de civilizaciones: sangre una y otra vez regurgitada. En esta península del oriente mediterráneo (de los Alpes al mar Negro siguiendo las aguas del Danubio) se han producido, en efecto, importantísimos choques históricos. Aquí llegaron los eslavos ya en el siglo VI y remodelaron el antiguo sustrato más o menos romanizado. Aquí las tensiones entre el occidente y el oriente cristiano (Roma y Bizancio) encuentran un terreno central de disputa. Aquí durante siglos se agarran, en una dolorosa pero también fascinante confusión, como la hiedra a la pared, la civilización islámica (turca) y la cristiana (ortodoxa). Aquí, finalmente, se construye un útil trastero para la Europa culta, desarrollada y feliz: los Balcanes sirvieron a ingleses, franceses, alemanes, rusos e italianos que redondearon su posición con los retales sobrantes de los imperios austrohúngaro y turco; sirvieron también de calderilla geográfica para trapichear el final de dos guerras mundiales; sirvieron más tarde, en la guerra fría, de marca fronteriza; sirvieron de nuevo, mientras caía el telón de acero, para que muchos países europeos se situaran con ventaja en el nuevo escenario que abría el derrumbe comunista. El peso de la historia es enorme en esta parte de Europa, cuya escarpada orografía ha favorecido el aislamiento de muchas pequeñas comunidades, las cuales, a su vez, sirvieron a las metrópolis imperiales para conjurar o preparar ataques -peones en una partida de ajedrez-. La influencia de la tradición religiosa, favorecida por la pobreza y la vinculación al terruño, ha privilegiado los rasgos distintivos por encima de los muchos rasgos comunes y de esto se han servido emperadores, reyezuelos, caudillos y jefes comunistas, así como los popes, los curas y los clérigos islamicos. Me contaron una anécdota muy reveladora del curioso y espeso mecanismo de identidad que vincula y enfrenta a las comunidades yugoslavas. Una anciana herzegovina, de religión musulmana, conversando, en tiempos de Tito, con un cura católico (croata) realizó unos gestos rituales que ella creía privativos de las mujeres de su clan familiar. Contó que, en secreto, sin que los hombres lo supieran, las mujeres se transmitían estos gestos de generación en generación. Se trataba de símbolos cristianos medievales. Habían pervivido gracias al hermetismo y a la fidelidad de las mujeres del clan durante cientos de años. Sin saberlo, aquellas mujeres, cuyo fervor islámico era absoluto, habían mantenido motivos religiosos de unos remotos ancestros que habían sido obligados a islamizarse. No importaba ya para ellas el sentido original de este rito (ni las paradójicas contradicciones que atesoraba), importaba que esta tradición familiar les otorgaba un extraño y singular sentido de pertenencia. Lo más grotesco de la anécdota es que estas mujeres pueden haber sido atacadas por sus vecinos croatas o serbios en nombre de la misma cruz que ellas, sin saberlo, mantenían viva en su ritual privado. Si algo explica la trágica y apasionante historia de los Balcanes es la inutilidad del esfuerzo épico, la facilidad con que el cultivo del resentimiento y de la melancolía histórica se transforma una y otra vez en obstáculo para la convivencia y para la vida. El resentimiento se convierte primero en fuego y luego en polvo, en nada. Para nosotros, catalanes de España, los Balcanes son el espejo en donde nunca deberíamos mirarnos. Los hispánicos, como los balcánicos, estamos mezclados pero no unidos. En cierto sentido, somos la avanzadilla del futuro mundo. Pronto en todas partes las migraciones impondrán la coexistencia en la diversidad. Y los catalanes podremos tener poca gracia histórica, pero es indiscutible que tenemos bastante mejor suerte que los balcánicos y podemos aportar al futuro no recetas épicas, pero sí un cierto sentido común: la tradición pactista y el horror al conflicto. Los catalanes tenemos pocas batallas que recordar y la curiosidad de que el florecimiento económico moderno (siglo XVIII) coincide con la peor conmemoración histórica (11 de septiembre). A veces los desastres exteriores ayudan a revalorizar las virtudes interiores olvidadas. Exceptuando la guerra civil y algunas conquistas medievales, no constamos en ningún cuadro de honor bélico. No es lo más brillante, ni lo más puro, lo que sirve para ir tirando, sino lo menos malo. A los que, entre nosotros, buscan un lugar al sol de las epopeyas, habría que recordarles que nuestra mejor tradición no huele a pólvora, sino a bata gris de senyor Esteve. Si pudieran, la mayoría de los serbios y kosovares ahora mismo cambiaban todo el fulgor de su tragedia por la átona mediocridad de nuestro gris.
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