"Envoltolio" IMMA MONSÓ
Aunque, por pitos o por flautas, durante los primeros días de mi estancia en Hefei (República Popular China) he permanecido encerrada en el hotel, finalmente salgo a la calle. En concreto, para comprar un regalito (la tradición china exige la cortesía del regalito en toda visita) para una joven con quien mañana tengo una cita. Me aconsejan que me decida por un perfume francés. Aunque en Pekín no faltan grandes almacenes que nada tienen que envidiar a El Corte Inglés, los que me indican en Hefei son mucho más genuinos. Hay gran variedad de productos, y la mayoría son made in China. Con todo, consigo dar con un perfume chino debidamente afrancesado mediante calcomanía de la Torre Eiffel y rótulo dorado que reza: "Plaisir du ciel, Paris". La caja es de cartón ondulado blanco y ajado. Recuerda a aquellas colonias que se compraban (habitualmente de Myrurgia) para regalar a la portera en una entrañable mercería de las que ya no quedan. Tras pagar en una lejana caja, procedo a realizar una serie de gestos con el fin de conseguir que me envuelvan el objeto de mi compra. En vano. Como de costumbre, me miran, asienten y sonríen, cuando no se ríen abiertamente. Por fin acierto a comprender las indicaciones que me envían al remoto mostrador de empaquetado, donde asisto asombrada a una operación de mucho celo: entre infinidad de rollitos de papel, se supone que sobras de distintos tamaños, la dependiente selecciona unos cientos que va desenrollando pacientemente para comprobar si la medida es adecuada al paquete. No le basta con un simple vistazo, ni mucho menos. Lo coloca en el centro, lo mide procediendo a pequeños rituales que aquí pasarían por síntomas de una neurosis obsesivo-compulsiva. Cuando encuentra el tamaño justo, procede a pegar la caja directamente al papel, así que cabe suponer que, cuando la destinataria lo abra, la caja del perfume (de cartón ondulado) quedará rasgada, lo que no tendrá mayor importancia pues, como he dicho, está también chafada. Este curioso sistema (más tarde observaré que es habitual aquí) pone todo el énfasis en el aspecto exterior del paquete, pues una vez envuelta la caja, que es cuando en nuestro país ponemos el celo, usan cinta adhesiva de dos caras, lo que permite que del mucho celo empleado no quede ni rastro. La operación lleva su tiempo, así que me distraigo con la dulce voz que surge de los altavoces. Muy distinta de la de nuestros monocordes idiomas, la fonética de la lengua china es cosa de tonos, y la distancia entre una sílaba y la siguiente es un auténtico intervalo musical. Así, el sonido ma significa mamá, preguntar, caballo e insultar, según sea proferido en tono alto y sostenido, ascendente, descendente-ascendente o descendente, respectivamente. Pese a que la melodía es adorable, mi impaciencia de agresiva fémina occidental me traiciona, y cuando me hallo al borde del quebranto, compruebo que eso no es todo, pues antes de que me entreguen el paquete debo acudir a otra lejana caja para satisfacer el importe del recibito por el envoltorio, recibo que la celosa empleada manuscribe con mimo y pulcritud. De camino hacia la caja, veo un gorro que me interesa comprar. Ocurre que va en una bolsa con otro gorro del mismo color: o dos o ninguno. Extraño. Sin embargo, como nada me parece más útil que tener mucha ropa del mismo color y modelo para evitar el penoso ritual de la elección mañanera, me los quedo. Cuando llego a la caja, descubro que no tengo suficientes yuanes, aquí denominados RMB con las siglas chapurreadas en inglés. Dejo los gorros. En el acto el cajero llama a la vendedora, que acude presta para asegurarme que, dado que no tengo suficientes arrimbis, ahora sí puedo llevarme un solo gorro. (Es de señalar lo motivadas que están las dependientas, incluso en los grandes almacenes). A la salida, recapitulo: se han reído a mi costa sin ningún recato (en general, nuestras caras occidentales les parecen la monda y en una ciudad como Hefei son muy pocas las que tienen oportunidad de ver). Me han dado una caja de perfume chafada, que he pagado a un precio más bien francés. He sido sometida a esperas interminables y víctima de la mayor incomprensión. Me han dicho sí a todo cuando era no, y no a todo lo que después ha resultado ser sí. ¿Debo mosquearme? ¿Debo pensar en una cierta propensión a tomarle el pelo al turista occidental? Si ello es así, he de decir que la llevan a cabo con cierta gracia, o al menos resulta más simpática que, pongo por caso, la de algunos taxistas checos. Sin embargo, tengo la impresión de que eso no lo explica todo. O tal vez nada. Inevitablemente recuerdo lo que me contaron de un directivo aquí destinado que fue víctima de una especie de ataque de nervios y tuvo que pedir el traslado. Más tarde he sabido que este trastorno tiene un nombre en la jerga empresarial de los extranjeros: el pequinazo. Se trata de una impotencia comunicativa que acomete a algunos ejecutivos de multinacionales occidentales destinados a China. Digamos que la sensación que tengo tras el episodio de los grandes almacenes es un poco ésta, no de pequinazo, pero sí de pequiñito. Y sin embargo, les quiero.
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