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El déficit del Norte MARC CARRILLO

Marc Carrillo

Cualquier ciudadano demócrata del País Vasco, sea o no nacionalista, debe de estar afectado por un síndrome, y éste no es otro que el déficit democrático que a 20 años de democracia presenta la sociedad vasca. Con una Constitución y un Estatuto que han asegurado la libertad individual y un amplio nivel de autogobierno para la nación vasca, sin impedimentos para una futura revisión de acuerdo con principios democráticos. Pero la violencia existente en el inmediato pasado y -no se olvide- también en el presente impide asegurar las libertades, y esto genera una hipoteca política en la sociedad vasca, a pesar de haber tenido todas las oportunidades en estos cuatro lustros para discutir políticamente opciones de futuro. Un déficit imputable a la violencia del terrorismo etarra y su soporte político, Herri Batasuna; y una imputación que en ciertos momentos también implica a determinados órganos del Estado al haber hecho frente a la violencia terrorista con métodos ilegales, como así lo ha reconocido el Tribunal Supremo. Esta situación de violencia, que no hay que olvidar que no ha dejado de existir en el País Vasco -como se encarga de recordar todos los fines de semana esta escoria fascista que es Jarrai-, el estigma que eso supone para una sociedad que hay que pensar que desea comportarse racionalmente, trastorna profundamente el comportamiento de los diversos actores políticos. Así, por ejemplo, los excesos verbales que se producen a diario son una consecuencia de esta patología que se ha enquistado desde hace mucho tiempo en las actitudes políticas de la sociedad vasca. Unos excesos que la racionalidad del debate político no puede admitir, pero que, sin embargo, es preciso recordar que no se producen en un marco de mera abstracción dialéctica. No; se producen en una cotidianidad salpicada de violencia diversa: amenazas telefónicas, dianas de advertencia en despachos de profesores de universidad (nacionalistas y no nacionalistas), incendios de sedes de partidos, colocación de artefactos explosivos, amedrentamiento del opositor político en las instituciones representativas (que son -no se olvide- el Parlamento vasco, las Juntas Generales y los Ayuntamientos)..., y también amenazas fuera del País Vasco para quien censura estos comportamientos. Si a ello se añade que el rechazo a esta singular forma de expresarse políticamente es considerado como ausencia de virilidad; vamos, como una cuestión propia -como así se ha dicho- de aquello tan carpetovetónico de nenazas, según la singular dialéctica del presidente del PNV, la verdad es que la cosa resulta preocupante. Visto desde fuera, no debe de ser fácil vivir así. Y si además uno es demócrata activo, el asunto tiene que ser muy duro. Para uno mismo como individuo de una sociedad libre y abierta; para su familia, para su integridad moral y, naturalmente, para algo tan elemental y previo como es la integridad física. Opino -modestamente- que hay que estar allí para vivirlo; opinar censurando los indudables excesos verbales de la oposición, pero sin embargo obviando otros de similar calibre -¿por qué razón?- procedentes de la mayoría de gobierno, no parece muy ecuánime. Ciertamente, la vida política no tiene por qué ser un camino de rosas, y quien tiene un cargo representativo ha de procurar mantener la mente fría; tal obligación forma parte de la racionalidad del sistema democrático. Pero es evidente que la violencia no está incluida en el menú de las formas de gobierno que se rigen por la regla de la mayoría, y deslegitima a quien la practica o tolera; no es un porcentaje democrático. Estos sistemas políticos, como así se demuestra empíricamente, dan cobertura a comunidades políticas de identidad nacional distinta, sin que las libertades de la persona puedan quedar cuestionadas. La división de poderes y los derechos fundamentales han de ser el presupuesto innegociable de todo sistema democrático. Pero, paralelamente, en sociedades plurinacionales y multiculturales, como es el caso español, la adecuada garantía de aquellos derechos individuales de especial dimensión colectiva no puede depender exclusivamente de las reglas de la mayoría. Es decir, que si bien su debida tutela no puede hacer abstracción de la legitimidad democrática de una mayoría política, el sistema institucional ha de procurar el establecimiento de reglas que permitan la salvaguarda de los derechos de los miembros de las minorías (lengua, cultura, etcétera). Y esto es lo que, sin duda, con sus luces y sus sombras, aseguran la Constitución y el Estatuto vasco. La violencia en Euskadi ignora estas exigencias y por ello es la expresión de un déficit democrático de una sociedad en la que prevalece una concepción tribal de la política, donde todo es blanco o negro, despojado de la racionalidad del gris como sinónimo de tolerancia. Algo esto último que, dicho de pasada y sin ápice de chovinismo, es una de las señas de identidad política de Cataluña. La violencia es, por el contrario, la antesala de las elecciones en Euskadi. ¡Y qué antesala! Por esta razón, la comparación con la precampaña en Cataluña es desafortunada.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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