Demasiado tarde JOSEP RAMONEDA
Escribe Timothy Garton Ash: "Érase una vez un país llamado Yugoslavia. Era un país de tamaño medio en el sureste de Europa, más de 23 millones de personas vivían allí. No era un país democrático, pero tenía cierta reputación en el mundo. Su rey se llamaba Tito. Siendo a la vez en gran parte rural y socialista, este país no era rico. Pero empezaba a serlo un poco. Muchos de sus niños crecieron pensando que eran yugoslavos. Tenían otras identidades, demasiadas, algunas de ellas muy fuertes. Pero todavía era un país". Dicen que los países felices son aquellos que no tienen historia. Enorme malentendido. Tito construyó la unidad ficticia de Yugoslavia sobre una cierta congelación de la historia. Implantó un régimen comunista que supo adaptar con cierta habilidad a las rugosidades de la realidad balcánica. Escogió la línea heterodoxa respecto de Moscú para contar con cierto reconocimiento en el mundo occidental y para conseguir un papel en el mundo a través de los países no alineados. Desde el ejército y desde el partido construyó un sistema de élites locales para controlar el puzzle de nacionalidades que se escondía bajo la superestructura del régimen del mariscal. Mientras Tito vivió, las diversas nomenclaturas respetaron a quien les había dado poder y riqueza. Cuando Tito desapareció, reapareció la historia. Se reescribió la memoria y resurgieron las identidades. Lo rojo y lo pardo se aliaron y empezó una batalla sin cuartel entre viejos camaradas. El deshielo de la historia fue utilizado por unos, los dirigentes croatas en primer lugar, para construir centros de poder absoluto a su medida, a partir de la melancolía identitaria que siguió al hundimiento de la superestructura comunista. Otros, los serbios, por supuesto, trataron de utilizar la plataforma de la unidad titista (el ejército y los restos del partido) y la exaltación ideológico de la grandeza patria para consolidar su hegemonía sobre aquel conglomerado. El resultado está a la vista. Timothy Garton Ash lo cuenta así: "En la última década del siglo XX este país de Europa dio un gran giro. Al menos 150.000 personas, quizás 250.000, hombres, mujeres y niños, han muerto en el proceso. Y cómo han muerto: con sus ojos arrancados o sus gargantas degolladas con cuchillos oxidados, las mujeres después de premeditadas violaciones étnicas, los hombres con sus propios genitales en sus bocas. Más de dos millones de antiguos yugoslavos han sido conducidos fuera de sus casas por otros antiguos yugoslavos. En este antiguo país, el espectáculo grotesco de un pueblo entero quemado, saqueado y destrozado se ha convertido en una visión completamente normal". Estas atrocidades van siempre acompañadas del ruido ideológico de tambores necesario para alimentar los odios que las hacen posibles. Algún día habrá que analizar el proceso de mutación de la ideología comunista en ideología nacional-fascista que se produjo en estos países en general y en Serbia en particular, porque ésta la reforzó con la pretensión de seguir vertebrando la unidad yugoslava. Los efectos contaminantes de la propaganda se dejaron sentir inmediatamente. Hace cuatro años tuve una desagradable discusión en Montenegro con un filósofo de Belgrado que, siendo opositor de Milosevic, defendía, sin embargo, que la etnia era el nuevo sujeto histórico de cambio. A juzgar por este filósofo, Milosevic hace amigos ideológicos incluso entre sus detractores. La pretensión totalitaria de congelar la historia tiene siempre trágicas consecuencias: cuando vuelve, lo hace en forma de río impetuoso que se lleva la convivencia por delante. En esas estamos. Y por mucho que apelamos al desarraigo sistemático provocado por el comunismo, a las oscuridades de la condición humana, a las lecciones de la historia y a la ambición de poder de unas nomenclaturas en readaptación, sigue siendo difícil asumir lo que está pasando en el mismo corazón de Europa. Hace 10 años Europa no quiso, no pudo o no supo hacer nada. Los primeros pasos se dieron en plena división de criterios: Kohl estaba con Croacia y Mitterrand alimentó mucho tiempo el sueño de la Gran Serbia. La situación se fue deteriorando, lejos de que Milosevic se convirtiera en la potencia encargada de guardar la puerta oriental de Europa que algunos soñaban. Después, Europa no ha dejado de hacer exhibición de impotencia. Llega ahora la intervención militar. Todo suena a demasiado tarde, demasiado inútil. Y, lo que es más alarmante todavía, la OTAN y los dirigentes europeos siguen sin saber explicar los objetivos políticos de la intervención. Después de los bombardeos, ¿qué? No ha provocado está intervención ni grandes enfrentamientos ideológicos en el mundo intelectual, ni movilizaciones ciudadanas, como ocurrió con la Guerra del Golfo. Entre otras cosas, porque las acciones de la OTAN van a favor de los albaneses de Kosovo, que son los que aparecen como víctimas del enfrentamiento. No hay un apoyo mayoritario de la opinión pública a la operación, pero tampoco un desacuerdo absoluto. Hay preocupación. Porque los Balcanes son míticos en la historia de Europa como fuente de conflictos de rápida expansión. Porque no se ve cómo puede acabar, a qué conduce una intervención que sólo se justifica en la medida en que obligue a los serbios a cumplir los pactos que rechazan. Porque se teme que, una vez empezado, no se controle el final del proceso. Y porque la imperturbabilidad de Milosevic hace pensar que él sí sabe lo que quiere. De pronto va creciendo la apuesta por una partición de Kosovo. Milosevic aprovecharía los bombardeos para limpiar étnicamente la mitad de la región y dejar a los albaneses arrinconados en la mitad fronteriza con Albania. Tan oscura es la situación que algunos piensan que esto, otro fracaso de Europa, sería lo más aceptable como mal menor. Desde esta intranquilizante sensación de que ya es tarde para que pueda haber una solución positiva, se hace apremiante la pregunta: ¿hace 10 años se podría haber evitado este desastre? Si la respuesta fuera positiva y la democracia significa algo, habría que pedir responsabilidades políticas a los dirigentes europeos que no estuvieron a la altura de las circunstancias. Pero lo más agobiante es la sensación de que, si no sale bien la operación de la OTAN, el día después estaremos mucho peor de lo que estábamos. Son días de espesor de espíritu.
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