La guerra
Temblaban todos los cristales de la casa y mi tía Pura rezaba: "Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, líbranos, Señor, de todo mal", mientras freía patatas en la cocina. Las baterías alemanas camufladas bajo los naranjos de Vilarreal estaban castigando el puerto de Borriana. Por la calle no cesaban de pasar carros de refugiados con niños y enseres. Llegué a este mundo bajo la lluvia de hierros de una guerra civil y en la placa más profunda de mi memoria está grabado aquel sonido de obuses y oraciones. A medida que mi conciencia se abría en ella sólo penetraban imágenes de rostros famélicos, ojos llenos de lágrimas, caretas antigás, gente hacinada en el refugio donde mi tía seguía rezando al Santo Inmortal y yo mismo estaba dentro de un capazo cuyo trenzado de palma me parecía la sillería de un muro que no podría saltar nunca. Era un terror abstracto, sin buenos ni malos, porque aquellos obuses franquistas caían sobre cabezas indiscriminadas y podían matar a sus propios partidarios como mi tía Pura que rezaba a un Dios que era el aliado natural de los que disparaban aquellas baterías. En los tableros del Estado Mayor se extienden los mapas de guerra y sobre esa geografía deshabitada se posan las manos asépticas de los generales con un lápiz rojo para trazar el camino que deberán seguir las armas, pero fuera de los despachos militares esos mapas están llenos de personas y animales que no entienden por qué de pronto el cielo se ha puesto a llover hierros. Bajo las bombas todo el mundo es inocente. Cuando en esta guerra de la OTAN contra Yugoslavia iniciada anteayer con el sacramento de lo políticamente correcto veo a mujeres que huyen de las bombas con un niño recién nacido en brazos y pasan las carretas de refugiados sin destino alguno descubro en el fondo de la memoria aquella sensación de terror virgen que no distinguía a los buenos y a los malos. Sigo sin distinguirlos todavía. Sólo tengo una convicción cada día más firme. Los bombarderos B-52, los cazas invisibles F-117 Stealth, los misiles inteligentes Tomahawk, los cohetes de crucero AGM-866 con mil kilos de carga explosiva, esa maquinaria industrial de guerra tan matemática hace que cualquiera de sus víctimas sea siempre inocente. Los que sufren tienen la razón. Hay una delgada línea roja: la mirada de los animales ante la locura humana. Es la misma mirada que uno tenía cuando era un conejo recién llegado a este mundo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.