Error en Kosovo
Créame el lector que escribo muy apesadumbrado esta crítica a la acción aliada contra Serbia. Apesadumbrado, en primer lugar, porque en las fuerzas atacantes hay combatientes españoles que cumplen con sus deberes militares, y yo me siento, ante todo, solidario con ellos, porque el ciudadano de una democracia debe valorar y honrar a sus guerreros. Apesadumbrado, también, porque pertenezco a la generación que durante décadas ha visto en la Alianza Atlántica y en el liderazgo político y militar de los Estados Unidos la mejor garantía de su cultura política y social. Apesadumbrado, en fin, porque, con la modestia propia de mi vida política, he invertido muchas energías, ilusiones y tiempo en apoyar y promover, dentro y fuera de España, aquella Alianza y ese liderazgo.Y hoy me veo obligado a comentar -porque el amor a la verdad obliga más que la amistad hacia Platón- el inmenso error político y jurídico que la Alianza, liderada por los Estados Unidos, está cometiendo en relación con Kosovo. Un error que, a la hora de escribir estas líneas, puede derivar tanto hacia una catástrofe como hacia un aparente éxito militar, estratégico y político, pero que, cualesquiera que sean sus resultados a la corta, nunca dejará de ser un error.
La Alianza si fracasa saldrá desprestigiada y debilitada y si triunfa saldrá deslegitimada porque ha conculcado los principios para cuya defensa y promoción nació. La Alianza Atlántica es una organización defensiva (art. 3 y 5, Tratado de Washington) con un área de acción muy limitada (art. 6), fuera de la cual las acciones han de responder a la defensa de unos intereses y valores entre los cuales está el respeto a la Carta de las Naciones Unidas, que consagra el principio de no injerencia y respeto a la soberanía de terceros Estados. Y la acción emprendida contra Serbia es una agresión -¿o no es agresor el que ataca primero en los términos del art. 3 de la Resolución 3314 XXIX?-, fuera de su área, contra un Estado soberano, con manifiesta intromisión en sus asuntos internos y correspondiente violación del art. 2.4 y 2.7 de la Carta de las Naciones Unidas.
La Alianza carece de toda legitimidad jurídica para tal acción. La garantía de la seguridad internacional corresponde al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (art. 24 y cap. VII), que ha sido conscientemente marginado en esta ocasión y que no ha dado mandato alguno para la intervención. Si las organizaciones regionales tienen responsabilidades en la materia de acuerdo con la propia Carta (Título VIII) es de conformidad con los principios de ésta, que en todo caso excluyen un uso unilateral de la fuerza, más allá de la legítima defensa (art. 51). Serbia no ha agredido a ningún país de la OTAN, y tomar como tal su legítima respuesta a los ataques recibidos en las últimas horas sería rizar el rizo de la hipocresía.
La intervención no tiene jurídicamente parangón con otras anteriores. En Corea y últimamente en el Golfo había un mandato expreso de Naciones Unidas; en Vietnam (mal ejemplo, ciertamente, a seguir), la respuesta a la petición de ayuda a un gobierno de un Estado dividido; en el bloqueo de Cuba, durante la crisis de los misiles, una patente amenaza a la propia seguridad nacional; en la invasión de Granada, a más de esto, la apelación formal del propio gobernador general de la isla como jefe del Estado. Nada de eso existe en esta ocasión.
Se invocan para la intervención motivos humanitarios, lo que se ha llamado deber de injerencia cuando un Estado mediante la violación de los derechos humanos amenaza la paz y la seguridad, pero en este caso falta absolutamente la cobertura institucional de la decisión y el control que hace internacionalmente legal el uso humanitario de la fuerza, como ocurrió en relación a las poblaciones kurdas en 1991 o en Bosnia al año siguiente. Los paralelos y precedentes de las intervenciones unilaterales sin cobertura institucional y legal deslegitiman el pretexto alegado. Es claro que en Kosovo se violan gravemente los derechos humanos, pero aparte de lo problemática que es la defensa de tales derechos a golpe de misil, lo cierto es que también se violan y aun a mayor escala en el Tíbet y en Afganistán, en Turquía, en varios países de Centroamérica y en el Brasil, y nadie ha imaginado una intervención militar ajena a todo mandato de las Naciones Unidas para poner fin al genocidio cultural, cuando no físico, y la privación de autonomía política de la que son víctimas tibetanos, kurdos o indios amazónicos, por no citar el trato que las mujeres y los delincuentes comunes reciben en algún país islámico fiel aliado de los Estados Unidos. Es claro que se violan por doquier derechos humanos, de individuos y de minorías, pero su promoción y garantía ni se consigue taumatúrgicamente mediante la intervención militar ni legitima olvidarse de las normas de derecho internacional. Fue la protección de minorías religiosas o étnicas lo que Rusia pretextó en 1853, con la sana intención de desmembrar el Imperio Otomano, y provocó la guerra de Crimea; lo que el Japón invocó en 1931 para invadir Manchuria, e inició una larga guerra con China; lo que el Reich alegó en 1938 para atacar a Checoslovaquia, preparando la Segunda Guerra Mundial; lo que más recientemente llevó a la India a intervenir en Jaffna (Ceilán), recrudeciendo la guerra civil. Y podrían ponerse otros ejemplos sangrientos en Indochina. ¡Triste historia, por sus motivaciones, instrumentos y resultados, la de las intervenciones armadas, sedicentemente humanitarias, unilateralmente acordadas y conducidas! El pretendido derecho de intervención -dijo ya en 1949 el TIJ- no puede ser considerado más que como la manifestación de la política de fuerza que en el pasado ha dado pie a los más graves abusos y que cualquiera que sean las deficiencias presentes de la organización internacional no encuentra hoy lugar en el derecho de gentes.
Pero al dislate jurídico -y el derecho es lo único que nos protege de la voluntad del más fuerte- se une el error político. Es más que dudoso que los solos bombardeos cambien la situación de Kosovo si no van seguidos de una ocupación militar. Si ésta es pacífica, el problema, como se comprueba en Bosnia, se aplaza pero no se resuelve. Si se pretende hacer por la fuerza, veremos repetirse, merced a la orografía, la capacidad del Ejército serbio y, lo que es más importante, el orgullo de un pueblo, la experiencia americana en Vietnam y rusa en Afganistán.
Y además se ofende, una vez más, a Rusia, erosionando su ya frágil relación con Occidente. Si Moscú no reacciona, por su postración coyuntural, algo en lo que parecen confiar los estrategas occidentales, crecerá su ya inmensa humillación y resentimiento, y alguna potencia nata, como cantaba el gran Pushkin, despertará y ¡ay! de la tiranía sobre cuyas ruinas el pueblo ruso escriba su nombre. Pero si Rusia reacciona violentamente y a ello pueden, precisamente, tentarla las dificultades políticas y el marasmo económico y social, cabe repetir la experiencia de 1914, cuando Austria atacó a Serbia sin contar con que la solidaridad religiosa, étnica y cultural de Rusia y el pequeño Estado danubiano desencadenaría un conflicto, capaz, como señalaba amargamente el presidente Yeltsin, de trascender las fronteras de la propia Europa.
Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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