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¿Pagar por acceder a la justicia? JOAN SUBIRATS

Joan Subirats

Las recientes declaraciones del presidente del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, Guillem Vidal, en las que se manifestaba a favor de introducir un sistema de tasas judiciales como medida que desincentivara la "excesiva" litigiosidad y favoreciera vías alternativas de resolución de conflictos, suscita temas de muy diverso calado. Las reflexiones del magistrado parten de la hipótesis de que, al ser la justicia un servicio público, tiene un coste que debe ser asumido por quienes abusan de él y por quienes tienen suficientes medios para sufragarlo. Se trataría, por tanto, de establecer una especie de "ticket moderador" como los que se han ido planteando (y a veces aplicando) en otros ámbitos, como la sanidad, la educación y los servicios sociales. Sin entrar ahora en la conveniencia o no de tales medidas en esos ámbitos de intervención pública, las preguntas que a uno se le ocurren son: ¿tiene la justicia las mismas características que los servicios antes mencionados?, ¿es conveniente dificultar o desincentivar el acceso a la justicia? y, sobre todo: ¿la Administración de justicia en España se encuentra en una situación en la que esa medida es precisamente la que resulta más urgente? Empecemos por el final. El llamado Libro Blanco de la justicia, editado por el Consejo General del Poder Judicial en 1997, afirmaba que "existe (...) una profunda insatisfacción con el funcionamiento de la Administración de justicia, que afecta o puede afectar muy negativamente a la confianza del pueblo español en ella". Se afirmaba asimismo que la mayor recriminación que se hacía con relación al funcionamiento de los tribunales era su extraordinaria lentitud, lo que "favorece la idea de que ante tales dilaciones es mejor llegar a cualquier otra vía de resolución de conflictos". En ese sentido se ponía como ejemplo el caso de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la que a finales de 1996 pendían sin resolver más de 8.000 casos, y como el año anterior había resuelto poco más de 3.000, se calculaba entonces que "cualquier caso ingresado el 1 de enero de 1997 debería esperar durante 31 meses a ser examinado por la sala". En el mismo informe se afirma que no existe "información estadística adecuada", pero sí "deficiencias procesales", "número insuficiente de jueces", "falta de medios materiales", "deficiente organización de la oficina judicial" y "una ineficaz -por obsoleta- organización", y se reconoce que no se cumplen los horarios en los juzgados, siendo la apreciación general que "la banda horaria de cumplimiento alcanza en el mejor de los casos entre las 28 y 30 horas semanales". Para qué seguir. Si examinamos los datos procedentes de los estudios de opinión pública existentes (véase el trabajo de Àngels Pont en el excelente volumen editado por la Fundación Pi i Sunyer sobre la justicia en Cataluña, o la encuesta del CIS de hace apenas un año), queda claro que la justicia es la institución peor valorada. Queda claro asimismo que los españoles opinan que el funcionamiento de los tribunales es malo y lento, y como reflejo de todo ello, tres de cada cuatro encuestados creen que "la justicia es tan cara que a menudo interesa más no recurrir a los tribunales". En el mencionado informe de la Fundación Pi i Sunyer, se pone repetidamente de relieve la casi total falta de información sobre los costes de administrar justicia, la ignorancia total sobre el monto anual por los intereses en las indemnizaciones que deben satisfacer las administraciones por la mora o el retraso en el pago derivado de resoluciones judiciales. Por todo ello, parece que ya existen sobrados incentivos para no acudir presurosos a los tribunales y mucha tarea pendiente de análisis de costos. Las opiniones vertidas por Guillem Vidal merecen todo nuestro respeto por venir de quien vienen, pero deberían ir acompañadas de más argumentos. ¿Existe menor litigiosidad en países donde se aplican esas tasas?, ¿esa menor litigiosidad se deriva del efecto barrera de esas tasas o de otros factores?, ¿en qué medida la introducción de esa tasa o impuesto ayudará a enderezar la difícil situación actual de nuestra Administración de justicia, o simplemente tendremos los mismos problemas pero con nuevas tasas? y, finalmente, ¿es conveniente dificultar económicamente el recurso a la Administración de justicia, o es bueno socialmente, como dice Santos Pastor, facilitar el acceso a la misma? Y ahí entroncamos con la primera de las preguntas que nos planteábamos al principio de este artículo. No creo que puedan aplicarse sin más los mismos criterios a cualquier servicio público sin atender a sus características específicas. En ámbitos como la sanidad o la educación, se establece una relación entre profesional y cliente, o entre usuario y proveedor, basada en la capacidad de resolver problemas y en una lógica de intercambio, que (cuando ése es el caso) puede estar teñida de las especiales consideraciones que genera el tratarse de un servicio que la Administración tiene el deber de procurar y el ciudadano el derecho de obtener. En el tema que aquí nos ocupa, la situación es bien distinta. Existe una relación jerárquica entre sujeto y Administración de justicia, en la que la que se da una asimetría de poder, se exige despersonalización basada en reglas muy estrictas y no se puede acudir a otro proveedor que opere con la misma capacidad legítima de resolver problemas. Los conceptos viajan mal. Sin duda es muy importante que todos los servicios públicos se preocupen por los costes y los hagan aflorar, pero no caigamos en el error de generalizar el concepto de cliente o el uso de incentivos o desincentivos económicos a todos los ámbitos de la actuación de la Administración, cuando en muchos casos lo que se requiere es innovar y no sólo imitar. Tal como está el tema de la justicia en España, no me parece que lo primero que hace falta sea generar sensación de coste a la gente. Sería mejor empezar a generar simplemente sensación de servicio.

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