Barcelona celebra la apertura del Auditorio con un concierto presidido por los Reyes
El restallante acorde de si bemol mayor del himno de España rompió ayer, a las 21.07 horas, el silencio del Auditorio de Barcelona, nueve años después de que se colocara su primera piedra. Fue una noche de fiesta grande. Cumplido su medio siglo de existencia, por fin la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya (OBC) deja atrás su condición de inquilina para instalarse en casa propia. Los Reyes, el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, el vicepresidente del Gobierno, Rodrigo Rato, y el alcalde de Barcelona, Joan Clos, ejercieron de notarios en tan solemne toma de posesión.
El público acogió la entrada de los monarcas a la pulcra sala sinfónica diseñada por Moneo con un prolongado aplauso. Luego la orquesta atacó el himno, con los instrumentistas y el público en pie. Sólo permanecieron sentados los violonchelos y la tuba, por estrictos motivos profesionales, y algunos espectadores, por otras razones, que dejaron patentes cuando, concluida la primera pieza, se levantaron enfervorecidos para escuchar la severidad en tono menor de Els segadors. Fue éste el único y muy leve síntoma de discrepancia del que cabe dejar constancia. Los 2.337 espectadores que, por estricta invitación, llenaban la sala protagonizaron un acto cívico compacto, una festiva inspección de obras con orgullo de propietarios. La clara madera de arce que recubre el interior, la tamizada iluminación indirecta y el sereno verde oscuro de las butacas invitaban al relajo. La calidad del sonido era menos evidente. En el entreacto la caza de opiniones expertas se convirtió en deporte generalizado. El muestrario sinfónico que ofreció la OBC fue generoso en contrastes y ponderado a la hora de buscar un consenso, muy del país, que orillara susceptibilidades. Se optó por abrir con el estreno de una fanfarria de apenas tres minutos de duración del consagrado Joan Guinjoan para percusión y metal: "something new", algo nuevo para la alborozada novia, la sala, el día de su boda con el conjunto orquestal. Siguió "something old", algo viejo y solemne: la obertura de Los maestros cantores de Nuremberg. Más de uno se preguntó a qué venía esa pieza, al margen del brillante tutti que compromete a todos los efectivos orquestales. Pues sí, había coartada: esa fue la primera pieza que tocó en 1944 la OBC, a la sazón Orquesta Municipal de Barcelona, a las órdenes de su primer titular, Eduard Toldrà. No olvidó la novia hacerse con "something borrowed", con algo prestado. Fue El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla, una paseo culto por las tonadas de otras tierras peninsulares, desde el fandango y la seguidilla hasta la jota. Pero don Manuel fue discípulo amantísimo del fundador de la musicología catalana, Felip Pedrell, con lo cual el préstamo procedía de persona de fiar, muy querida en Cataluña. La segunda parte del programa estuvo íntegramente dedicada al "something blue" -algo azul- que cierra el buen augurio anglosajón. La novia se puso concretamente tres prendas del color del mar: la sardana orquestal Empúries, de Toldrà, azul dorado como las aguas de su Vilanova i la Geltrú natal; el azul intenso, casi un cobalto, del Concierto breve para piano y orquesta, del gerundense Xavier Montsalvatge, enamorado eterno de la Costa Brava (la parte solista estuvo al cargo de Alicia de Larrocha, que ha paseado este concierto por medio mundo). Y finalmente el azul pálido, casi blanquecino, de El pessebre, azul que Pau Casals contemplaba desde su casa sobre la playa de Sant Salvador. ¿Faltaba alguien en tan armonioso reparto de tonalidades? Robert Gerhard, tal vez. En cuyo caso también se habría olvidado a Mompou. O a Berg, que estrenó su Concierto para violín en Barcelona. En otro orden de cosas, se hubiera podido optar por una obra de encargo, una apuesta fuerte. Pero eso habría resultado ajeno al espíritu de pacto, tan nuestro: así se hizo la Villa Olímpica, encajando brillos arquitectónicos dispares. Faltó la aportación de la generación más joven, eso sí. Pero resulta que una hora más tarde de la apertura de la sala grande también se inauguraba ayer la sala polivalente, con capacidad para unas 400 personas y un programa de música contemporánea a cargo del conjunto instrumental Barcelona 216 que dirige Ernest Martínez Izquierdo. Las obras elegidas en este caso fueron Las siete vidas de un gato (Un chien andalou) de Martín Matalón, interpretada mientras se proyectaba la película de Buñuel; y City Life, montaje audiovisual del Steve Reich. Ambas obras, que venían a definir el carácter que se quiere dar a este espacio, se escucharon con una muy buena acústica, informa Miquel Jurado. Por lo que respecta a la sala sinfónica, ¿cuál es el veredicto? Todavía es temprano para emitirlo. Es cierto que, especialmente en la obertura de Wagner, los metales taparon a la cuerda, pero ello puede deberse a un defectuoso equilibrio de volúmenes, achacable al conjunto, y no a la sala. En otros momentos el sonido se expandió limpia y equilibradamente, y las voces de El pessebre llegaron precisas a los espectadores (incluso demasiado en cierto agudo de las sopranos). Es, en cualquier caso, una acústica muy diferente a la del Palau de la Música. Habrá que conocerla mejor. Ayer no era aún momento de juicios irrevocables. Ayer Barcelona celebraba el primer llanto festivo de su neonato Auditorio.
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