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Ecología y crimen

Juan José Millás

Un amigo mío se psicoanaliza en un apartamento de la calle de Orense (¿o deberíamos decir Ourense?) con una señora de avanzada edad que hace punto mientras sus pacientes se deconstruyen en canal. Esa calle, según mi amigo, es como un cuadro del El Bosco: no hay menudillo orgánico ni de conciencia que no seamos capaces de encontrar en uno de sus miles de apartamentos.Mi amigo se ha preocupado de investigar el asunto y, siempre según él, a la misma hora en la que se tumba en el diván, un pediatra pasa consulta en el piso de arriba, y un otorrino se asoma, linterna en mano, a la garganta de sus pacientes en la casa de al lado. Hay profesores particulares de latín también y adúlteros que alquilan las habitaciones por horas y prostitutas que jadean con una desesperación de signo distinto a la que quisieran sus clientes. Hay iglesias y confesionarios y restaurantes, como en el resto de Madrid, pero en esa calle se da una concentración simbólica paranormal, como si hubiera sido diseñada por El Bosco. Eso dice mi amigo, cuyo sueño freudiano más común es que el jersey que teje su psicoanalista sea esta vez para él. Aunque sabe que no. Los jerséis son siempre para otro. En un apartamento de esa calle se cargaron hace poco a dos hombres después de haberlos torturado con paciencia administrativa. El techo goteaba sangre y a uno de los cadáveres le habían metido media almohada en la boca, quizá para evitar su aliento. Mientras los mataban, el pediatra recetaba vitaminas a los niños, el otorrino reconvenía a los fumadores con faringitis crónica, mi amigo aportaba algo de material onírico al jersey de su doctora, y un par de gánsteres con chaqueta cruzada se tomaban unas almejas crudas en el mejor restaurante de la zona.

Un cuadro de El Bosco, desde luego, al que algún crítico reprochará que le falta un poco de conciencia ecológica. Pero no es cierto. También había ecología en el apartamento del ajuste de cuentas: los asesinos (quizá porque pertenecían a una especie con respiración pulmonar) no tuvieron agallas para matar a un perro cuyos ladridos alertarían un par de días después a los vecinos. Torturaron a dos hombres, en fin, ensañándose especialmente en la zona craneal, como si tuvieran algo en contra del pensamiento, pero sintieron lástima del perro. Las campañas sobre la protección del medio ambiente, la idea de que la vida animal es un bien escaso, una frágil red que es necesario proteger, ha penetrado de tal modo en cada uno de nosotros que incluso a la hora de asesinar procuramos no hacer daño a los bichos domésticos que nos salen al paso, aunque nos puedan delatar.

Vean, si no: las autoridades están pensándose muy mucho lo de construir el nuevo aeropuerto en Campo Real porque resulta que hay una colonia de avutardas que sufrirían con el ruido. Pobres animales. A los mismos hombres hechos y derechos que no han dudado en torturar con el ruido de los aviones a los niños de San Fernando, a los ancianos de la ciudad Santo Domingo, a los hombres y mujeres de Coslada y alrededores, a esos mismos señores de corazón más duro que el pedernal, les ha frenado de súbito una pequeña colonia de avutardas, un ave zancuda, fíjense. Y eso que AENA no tiene sus oficinas en la calle de Orense, donde lo que no encuentra una explicación emocional se hila, se teje y santas pascuas. Muchos vecinos de Madrid, afectados por el martirio de los aviones que sobrevuelan día y noche sus cabezas, dirán, con la falta de solidaridad característica de los damnificados, que por qué no extender al ser humano los beneficios ecológicos de que ya goza el reino animal. Pero es que, seres humanos, das una patada y salen cien mil de debajo de las piedras, mientras que las avutardas están en peligro de extinción y se estresan mucho con la huella sonora.

-Pues los índices de natalidad de los niños son muy bajos en las poblaciones afectadas -insistirán los recalcitrantes.

¿Y qué? Se traen del Tercer Mundo y en paz. El Tercer Mundo está lleno de niños, pero avutardas avutardas, de las de largas piernas, alas pequeñas y vuelos cortos y pesados, sólo hay en España, y en Campo Real.

Mi amigo lleva varias sesiones dándole vueltas al asunto, mientras la psicoanalista teje el mismo jersey que su madre no hizo para él. Y aunque progresa con lentitud, piensa que haber logrado asociar sin la ayuda de unas agujas de punto el suceso de la calle de Orense con las avutardas de Campo Real es todo un salto.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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