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Un sueño quebequés XAVIER BRU DE SALA

Quebec y Flandes se diferencian de Cataluña en su composición socioidentitaria y en el peso relativo dentro de sus estados, mucho mayor que en el caso catalàn. Bélgica es Flandes y Valonia, con predominio de Flandes. Canadà es Quebec y Ontario, más unas inmensidades menos pobladas, aunque políticamente relevantes. Desde un punto de vista nacional, Quebec es muy homogénea, Flandes todavía más. Los grados de imposición lingüística y de persecución social -no jurídica- del inglés en Quebec y del francés en Flandes son espeluznantes, no deseables para nadie, y menos en una sociedad bilingüe. Quebec se mantiene, por el momento, unida al ROC (Rest of Canada) a causa de la moneda y las economías de escala. Flandes mantiene la ficción del Estado belga porque Bruselas convierte en siamesas a las dos naciones que lo componen. Como Cataluña con relación a España, están en una permanente dialéctica entre el conflicto y la colaboración, pero a diferencia de Cataluña, no se observan en Quebec ni en Flandes posibilidades de división interior a causa de la evolución del conflicto. Ni el consenso nacional depende allí del marco político ni una variación del marco lo cuestionaría. Entre Quebec y Canadá nunca hay acuerdos -han fracasado todos los intentos de reconocer la diferencia de Quebec, incluso si estaban asumidos por Ontario, y han fracasado los referendos para la independencia-, en el interior de Bélgica siempre se acaba pactando. El resultado, incremento de la distancia entre los componentes de los estados, es idéntico. La relación política Cataluña-España está en stand by, mucho hablar y muy poco moverse, sin que se observe otro cambio que la preocupación de los catalanes al empeorar su imagen en España. En los planos jurídico, económico y político, Canadá y Bélgica llevan las cosas bien, en el plano humano, sus ciudadanos de distinta nación se llevan fatal, así que les ganamos en lo más importante. Los catalanes no estamos, pues, en condiciones de recibir demasiadas lecciones sobre el modelo de relación de estas dos naciones y los estados en los que se inscriben. Sin embargo, podríamos impartir bastantes clases de convivencia y tolerancia a Quebec y a Flandes, tan similares en población a Cataluña pero tan distintas en cuanto a la xenofobia hacia sus vecinos de distinta lengua. ¿De dónde salen, pues, los complejos de inferioridad del catalanismo cuando mira hacia Quebec o Flandes? ¿Se trata de un poco disimulado deseo de emulación en cuanto a la homogeneidad identitaria, el viejo sueño, guardado en el baúl de los recuerdos, del monolingüismo? ¿Tal vez se considera que una experiencia mucho mayor en la gestión democrática de los conflictos les concede el rango de aventajado maestro? ¿O se admira su mayor riqueza y prosperidad? La aspiración a una sociedad incluso más pluralista pero nacionalmente menos heterogénea es no sólo legítima, sino conveniente para el desarrollo y la estabilidad de Cataluña. Tampoco sería desdeñable contar con alguna estrategia plausible a la hora de renegociar en España un nuevo reparto del poder político y sus recursos presupuestarios. ¿Cuál sería, para quien compartiera estos dos objetivos, la lección que aprender de Flandes o Quebec, si con una política lingüística policial al modo quebequés sólo se conseguiría perjudicar, por el rebote que aquí produciría el exceso, al idioma que se trata de proteger, si no parece posible un consenso interior catalán que no sea en parte reflejo de otro consenso entre el catalanismo y Madrid? En mi opinión, ninguna. Al revés, el nacionalismo catalán se acercaría mejor a sus objetivos actuales, suponiendo que los tuviera, apuntando los parámetros quebequeses en la lista de los alimentos que dañan su salud. El único sueño quebequés que, previsiblemente, no acabaría en pesadilla para el propio durmiente es el del entorno. No por el clima, aunque la sinfonía colorista del otoño en los bosques de Canadá sea uno de los espectáculos naturales más envidiables del mundo. Por el nivel, por la riqueza, por lo civilizado, por la frialdad con la que allí se revisten las pasiones. El primer punto de cualquier ensueño de imitación quebequesa debería consistir entonces en procurar que España se parezca a Canadá. Cuando la muy relativa riqueza de Cataluña dejara de financiar la bastante relativa pobreza de España, cuando ya nadie pusiera el grito en el cielo por la celebración de referendos, cuando su Constitucional sentenciara en plan salomónico que una nación no tiene derecho a separarse de modo unilateral pero que, si así lo decidiera, el Estado tiene la obligación de facilitarle una salida amistosa, entonces se habrían cumplido las condiciones históricas de modernización de España y acomodo en el Estado que fueron siempre la razón de ser del catalanismo político. Aunque también pudiera ser que, de no mediar un acercamiento sentimental y cultural de España hacia Cataluña, el objetivo histórico fuera sustituido por uno nuevo. En tal caso, el corresponsal de la televisión pública quebequesa diría, ante el resultado negativo de un referéndum de autodeterminación, que la razón de la "derrota de los nacionalistas estaba en la trampa que habían hecho los españoles apelando al voto del miedo". Es lo que dijo -lo tengo apuntado-, con la variación de canadienses en lugar de españoles, el corresponsal de TV-3 con ocasión del último fracaso, tan relativo como los anteriores, de los nacionalistas quebequeses.

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