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Recuerdos de invierno

LUIS GARCÍA MONTERO Se puede sentir nostalgia de un mundo sórdido, indeseable y amarillento, que no invita al regreso y que ni siquiera tiene un hueco de realidad para sobrevivir en el presente. Estamos fabricados de tiempo, porque el tiempo se hace vida en la memoria, del mismo modo que los años vuelan en la esfera abstracta de los relojes y se detienen en una cara, en una forma de mirar, en el juego personal y colectivo de las palabras. El pasado es con frecuencia sórdido, pero es nuestro pasado, nuestra vida, y nadie ha descubierto todavía un instinto que pueda negociar sus arrugas y sus conspiraciones al margen de la melancolía. Los armarios, las sombras de los pasillos, los libros desordenados en la biblioteca, las canciones, el paisaje detenido de las fotografías, los viajes, las casas, las ciudades, los amores y los odios, desembocan en un cuerpo con nombre y apellidos, en una figura nómada que a veces querría ser un fantasma, pero que tiene carne y hueso, y acude al trabajo, y lee el periódico o asiste al espectáculo de las noticias en el televisor, y siente, y opina. El recuerdo está cargado de pólvora, de lluvias, de uniformes y abrigos grises, pero es nuestro pasado, ese amigo íntimo del que dependemos, aunque nos provoque un sobresalto cada vez que oímos su voz en el teléfono. El humor del tiempo es implacable, con una punta de ironía negra, sobre todo para la gente que no gusta de las iglesias, de los trenes sucios y los autobuses incómodos, de la burocracia amarillenta del poder, de las recomendaciones y las ventanillas con telarañas. Y es que estamos hechos de mañanas de iglesia, de trenes sucios y recomendaciones, de burocracia y de incomodidad. En este país, después de haber cumplido los cuarenta años, sentir nostalgia por una canción o por un paisaje, significa vivir la melancolía de un tiempo sórdido. El tiempo de nuestra vida. ¿Y el tiempo de los sueños? Pertenecemos a nuestras ilusiones tanto como a nuestra memoria. Imaginamos el mundo, la política, el amor, el futuro en hábito de justicia, y luego la realidad nos sube en un coche y nos guía por las calles de una ciudad que desconocemos, por los arrabales y las fábricas abandonadas, por el silencio inhóspito de los vertederos. Las fábricas abandonadas se parecen a los frigoríficos vacíos, y el olor punzante de los vertederos flota en la luz herida del atardecer como los pensamientos en las noches de insomnio, como los sueños solitarios que se han quedado sin mundo. ¿Qué hacemos con nuestros sueños, con nuestras palabras y nuestra imaginación cuando se quedan sin mundo? Más que un equipaje, más que una maleta que se pueda dejar olvidada en cualquier consigna, los sueños son nuestra manera de vivir y de mirar, una definición descarada y nocturna del presente. Por eso acaban pagando también la extraña factura de la melancolía. Para las generaciones españolas que escribimos con mayúscula palabras como Modernidad, Política, Europa, Igualdad, Historia y Futuro, el final del siglo XX es un vertedero, un tiempo de insomnio y desorientación. Cerradas las puertas del optimismo y del cinismo, soportamos el humor negro del tiempo en ese frigorífico vacío que suele llamarse perplejidad.

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