Un presidente de los ciudadanos europeos
Los psicólogos modernos dicen que las crisis que se sufren en la edad adulta no sólo no son negativas, sino que, asumidas y resueltas adecuadamente, pueden ser un trampolín para la madurez y el crecimiento personal. Porque son síntoma de crecimiento y vitalidad, no de decrepitud terminal. La clave está en cómo afronta la crisis la víctima. Si no entiende su origen, puede encaminarse a la autodestrucción, pero si la comprende, se hace dueña de su futuro.Esta reflexión inicial nos viene bien para analizar la desconcertante crisis desatada por la dimisión en bloque de la Comisión Europea; la más grave, pero también, a nuestro juicio, la más positiva -potencialmente- de toda la contradictoria, frustrante y sorprendentemente poderosa historia de la construcción europea.
La causa patente de la crisis es un informe devastador de cinco sabios sobre irregularidades de gestión de la Comisión, con datos supuestamente descollantes, tales como que la comisaria Edith Cresson encargó a su dentista un programa de investigación sobre el sida. Es claro que algo así no puede tumbar por sí mismo a toda una Comisión justo cuando se va a decidir sobre la célebre Agenda 2000. Hay otra causa latente, determinante y explicativa del terremoto. Esa causa es la crisis de crecimiento, la "crisis de la edad adulta" de la Unión, es decir, la inadecuación entre una Europa primera potencia comercial mundial, con una moneda única y con intereses ya inevitablemente comunes a 360 millones de personas, y unas instituciones políticas (Comisión, Consejo, Parlamento) regidas por la lógica diplomática de los Estados soberanos, sin medios materiales y alejadas antipáticamente de los deseos y de la opinión de tales ciudadanos, habitantes de una casa común.
En el fondo parece haberse producido una tardía percepción, por la Comisión, de lo sucedido. Ha sido, a la postre, la en apariencia frágil e incompetente Comisión de Jacques Santer -representante de un pasado burocrático y frío que ha fracasado- la que ha sabido tomar nota de los cambios que se avecinan. Ante la insinuación del Parlamento Europeo de una moción de censura, ha optado por dimitir. Y asistimos ahora a un estallido de voces -y de ecos- en orden disperso, a cargo de unos gobiernos supuestamente cercanos ideológicamente (más un gobierno español perdido y vacilante) que expresan patéticamente con sus recetas dispares hasta qué punto carecen de estrategia europea coherente. Unos dicen que hay que nombrar otra Comisión ya (Blair, Schröder, líderes del Parlamento Europeo); otros, que hay que esperar a enero del 2000 (Aznar entre ellos). Nos parece asombroso que casi nadie apunte a lo que sería necesario hacer, de una vez, en un momento en que esta crisis, que es de fondo y no coyuntural, nos ofrece la mejor oportunidad para que Europa sea dirigida por la opinión de los ciudadanos y ciudadanas europeos. Porque la ausencia de calor popular es el origen último de un cuadro preocupante de vacío de poder y orientación, en una Unión que tantos desafíos tiene por delante.
El siglo XXI le presenta a la Unión Europea objetivos de tanta trascendencia como: la gestión del euro y el gobierno de la economía, la ampliación al Este, la política exterior en un mundo que asiste a la resurrección del liderazgo potente y prepotente estodounidense y al crecimiento impetuoso de otros gigantes como China o India, la cuestión de la inmigración, por no hablar de problemas "internos" como la PAC, la cohesión, el espacio judicial, y, por encima de todo, la democracia. Todo esto no lo puede gobernar la Unión si sigue con un Consejo caótico, una Comisión a la deriva y sin legitimidad, y un Parlamento sin auténtica capacidad de legislación y de control.
¿Cuál sería el resorte para cambiar el escenario que tan estrecho se ha vuelto para Europa? La respuesta es tan sencilla como la noche de los tiempos: tienen que decidir los ciudadanos. Es la oportunidad que nos brindan unas elecciones europeas, que están afortunadamente a la vuelta de la esquina, el próximo 13 de junio.
De esas elecciones, de su campaña y de su resultado, de su contexto, tiene que salir el presidente de la Comisión y el programa de los próximos años, y no de un nombramiento apresurado, la próxima semana, por los jefes de gobierno, tras una conspiración palaciega. No sólo eso. Quizá debieran aplazarse para entonces algunos aspectos de la enormemente voluminosa Agenda 2000. Ahora estamos en medio de la confusión e inestabilidad, aún sacudidos por el shock de la dimisión de la Comisión (después del impacto de otra sonada dimisión de alcance europeo como la de Lafontaine).
Ni Comisión de urgencia -podría tomar las riendas hasta junio, provisionalmente un vicepresidente-, ni esperar al 2000, como dice Aznar. No es lógico que sea un Parlamento Europeo moribundo el que refrende con su confianza a un presidente de Comisión que no sabemos si la tendría del futuro Parlamento salido de las urnas del 13 de junio (que poseerá los mayores poderes que le concede el Tratado de Amsterdam). No es de recibo, bien pensado, que las más decisivas e influyentes medidas y transformaciones futuras, la renovación de la Comisión o el perfil de la Europa del siglo próximo, sean adoptadas unos días antes de que los ciudadanos votemos para un Parlamento Europeo de cinco años de legislatura. Cuando todo esté decidido, ¿para qué van a votar los electores? ¿Con qué programa si todo está atado y bien atado? ¿No pensará la gente que todo este barullo ha sido la típica batalla interna de la clase política, y que no se dilucidaba verdaderamente el interés general?
Un presidente de Comisión fruto de la voluntad política del Parlamento surgido de la decisión de los ciudadanos el 13 de junio tendría la fuerza y la legitimidad para iniciar una etapa de la Unión que desatase los nudos de 42 años de política de pequeños avances, y que culminase en una Constitución y una tabla de derechos cívicos para los ciudadanos del continente. Eso sólo es imaginable con un liderazgo impulsado desde la presidencia de la Comisión, y desde la Comisión misma, como órgano típicamente europeísta, en estrecha colaboración, crítica y dinámica, con el Consejo y el Parlamento.
Este modelo de presidente fuerte -en las antípodas del modelo Santer, que fue producto de un postrer veto de Major a otros candidatos- es el adecuado para afrontar esos retos que antes señalábamos y para edificar una estructura de poder europeo sólido, no balcanizado; un poder eficaz, no burocrático o corrompido; un poder democrático, no elitista, que se identifique con nosotros, los ciudadanos europeos, y que sea capaz de conducir crisis como la de Yugoslavia sin delegar en los americanos. Eso sólo puede surgir después de unas elecciones por sufragio universal, no, desde luego, únicamente de decisiones de un Consejo de jefes de gobierno a puerta cerrada e improvisando.
Las elecciones europeas del 13 de junio adquieren así una dimensión inesperadamente política y creativa. Los progresistas debiéramos ira a las mismas con estas ideas para la nueva Europa. No sólo por una actitud estrictamente ideológica contra los hoy felices euroescépticos, sino porque estamos firmemente convencidos de que, sólo con un salto cualitativo -desde un Ejecutivo con medios más bien propios del reino de Liliput que de toda una Unión Económica y Monetaria, hasta un presidente de Comisión con autoridad y con una política cercana a los ciudadanos- se podrán dar los siguientes pasos de la integración europea. En la Unión hay un axioma inapelable: la parálisis equivale al retroceso y la decadencia. Desde la entrada en el euro hay otro: la política europea es de todos, todos ganamos o perdemos con ella, y todos debemos participar en su diseño.
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