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Imagen y mercado [HH] FÉLIX DE AZÚA

Como demostró S. Guilbaut en su tesis doctoral de los años ochenta, tras finalizar la II Guerra Mundial el Gobierno americano proyectó (con la ayuda de la CIA) arrebatar la capitalidad artística mundial y trasladarla de París a Nueva York. Y lo consiguió. Esa decisión política está en el origen del dominio mundial de la imagen que hoy constituye una herramienta de control económico e ideológico de primer orden en EE UU. Sería muy prolijo resumir en unas líneas la importancia de la imagen como mercancía para el control político contemporáneo (y lo que esta noción supone en el desarrollo de la sociedad posmoderna), pero cualquier lector de diarios sabe que son poderosas máquinas de acción política, en parte debido a que las cargas ideológicas de los distintos partidos no tienen más remedio que presentarse como mercancías en venta mediática si quieren llegar a los votantes. En Cataluña hace ya 20 años que no hay política cultural en este sentido concreto, es decir, como construcción de una imagen-mercancía exportable. Si acudimos al imaginario gubernamental, el modelo cultural de Cataluña está más cerca del noucentisme que de las vanguardias catalanas de los años sesenta. La tarea del Ayuntamiento de Barcelona en 1992 fue excelente, pero la mínima voluntad de los partidos para continuar con aquella labor ha acabado en un arenal. El Gobierno de Cataluña, obsesionado en exclusiva por lo lingüístico, no sólo carece de un modelo cultural para el país sino que, para acabarlo de estropear, hace 20 años que considera a Barcelona como un "contrapoder", en palabras de Pujol, de manera que siempre ha trabajado en contra de cualquier desarrollo coherente y europeo de la imagen ciudadana. Sin embargo, de los seis millones de catalanes, cuatro viven en el Barcelonès, de modo que la única base posible para un programa capaz de construir una imagen internacional y exportable del país como conjunto ha de hacerse con, en, y por medio de Barcelona. Dejo de lado un serio problema que espeluzna a los conservadores, a saber, que el imaginario nacionalista excluye una producción cultural "española" en Cataluña, de manera que buena parte de esa producción emigra a Madrid con gran contento de sus habitantes, y la restante no recibe la menor atención por parte de la Administración. Así, la imagen queda reducida a una mitad políticamente correcta y otra mitad condenada a la extinción. Aclaro, para evitar suspicacias, que los más perjudicados por esta situación no son precisamente los escritores en lengua castellana, los cuales, que yo sepa, jamás han pedido nada para ellos. Pero el problema más grave es la falta de un proyecto sólido y teóricamente convincente para determinar la mercancía cultural que debe constituir la imagen del país. Los siete millones de turistas del último año no vienen para admirar nuestro sistema educativo (se llevarían un disgusto), ni nuestra red de transporte (otro disgusto). Fueron cazados por el esfuerzo de los Juegos Olímpicos y son espectadores de aquella mercancía, la única "moderna" que se ha producido en los últimos 20 años. Para encontrar algo similar habría que regresar a la época de la nova cançó, durante el franquismo, último momento en el que Cataluña fue imaginada como lugar "avanzado". La riqueza que genera la producción cultural (hoy ya fundida en la industria del ocio) es enorme, pero los políticos tienden a menospreciarla. Si en las próximas elecciones municipales y autonómicas no se incluye en los programas de partido y como elemento básico una reserva de fondos para esta finalidad (los actuales índices destinados a "cultura" son irrisorios), Cataluña seguirá su imparable desplome como región subsidiaria y provinciana (algo así como un Montecarlo para pobres) en comparación con otras regiones, como el Piamonte o Baviera, en donde se aplican inteligentes programas de producción cultural. Pero para remediar la situación es necesario enfrentar una doble dificultad. El partido conservador catalán ve con recelo todo lo que se distancie de un ruralismo idealizado en el que su ideología tiene buen encaje. No conviene olvidar que el último producto cultural lanzado desde la cúpula de CiU es nada menos que Guifré el Pilós. Pero el partido socialista mira con desconfianza lo que una rancia tradición demagógica suele denominar "elitismo". ¡Dios mío, elitismo! La "cultura" es hoy un producto industrial como cualquier otro, y ya nada tiene que ver con lo que se llamaba "cultura" (tanto kulchur como civilización) en los años treinta. Que no sufran los populistas, la cultura verdadera, la no industrial, para entendernos, no entra en el cómputo económico y por lo tanto ni siquiera es visible en los media. Es, en efecto, absolutamente elitista, afortunadamente, sobre todo en el campo de la educación y la investigación. Pero lo que sí corresponde a los partidos es la producción de mercancías imaginarias, esas construcciones que en la fantasía colectiva y a través de mecanismos muy bien trabajados asocian Berlín con música y teatro, París con la capital del siglo XIX, Madrid con pintura y movida, y Londres con el mercado de Europa. Y lo mismo vale para ciudades menores como Salzburgo y Aviñón, o Turín, donde trabajan en un programa capaz de convertirla en competidora de Milán. ¿Algún candidato tiene ideas al respecto? Además de ponerse "guapa", ¿puede Barcelona aspirar a un calificativo menos machista?

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