Una Iglesia para una sociedad
Con el nombramiento de la nueva cúpula de la Conferencia Episcopal Española, los creyentes católicos españoles podríamos esperar, también, un nuevo hálito en nuestra tarea de testimoniar la fe recibida desde siempre en un contexto a todas luces cambiante, movedizo y, en general, postmoderno. Más todavía, tendríamos que experimentar un empujón sustancial en la forma de confrontar el conjunto de nuestras convicciones con la sociedad que nos corresponde como ciudadanos de una España en permanente evolución política, económica y social en esta recta final del siglo. Porque la Iglesia a la que gozosamente pertenecemos como ámbito de realización personal y colectiva no es para sí misma, sino para esta sociedad aludida, la sociedad española que a todos nos acoge y que, a su vez, es acogida por todos, creyentes y no creyentes. Habrá, pues, que preguntarse el significado de una nueva cúpula católica para este conjunto societario al que los católicos estamos necesariamente referidos. Puede que ésta sea la cuestión prioritaria de cara a una Nueva Evangelización, tantas veces postulada y tantas otras perdida en los sinuosos lances de la coyuntura histórica. No sea cosa que nos perdamos en los nominalismos de turno y acabemos por confundir "discurso" con "realidad", cosa harto posible en cualquier teoría de la comunicación.Si escuchamos, y es sólo un ejemplo entre tantos, los grandes magazines radiofónicos matutinos, se evidencia una característica socio-histórica luminosa e irrefutable: la vida religiosa discurre por una autovía heterogénea en acontecimientos, casi amoral en sus costumbres y, que es lo más llamativo, acumulativa de lo más variado, como si todo cuanto sucede tuviera el mismo valor. Lo sublime y lo ridículo alcanzan tales grados de identificación que asombra la capacidad de los oyentes para poder resistir el conjunto de mensajes en cadena que solicitan su inteligencia y corazón sin solución de continuidad. Precisamente, en este aluvión de realidades, idealizaciones y vivencias, aparece, muy de vez en cuando, el hecho religioso y, todavía más en concreto, el hecho católico. Quiere decirse que la Iglesia Católica se ha convertido, desde una perspectiva comunicativa, en un dato más entre otros muchos, provocadora de reacciones diversas y sometida a una opinión pública casi nunca de origen religioso sino secular. Estamos sumergidos, los creyentes católicos, en un magma que no es de naturaleza correspondiente a nuestra fe pero ante el que no tenemos alternativa ni de lugar ni de tiempo: es el magma de la historia, la única historia existente como lugar y espacio de verificación de cuanto creemos, de proclamación de cuanto esperamos y de testimonio de cuanto amamos. Si nuestra Iglesia es para la historia en la sociedad, nosotros mismos, y con nosotros nuestros obispos, somos para lo mismo. Ni formamos claustro aparte ni podemos permitirnos el lujo de sentirnos hombres y mujeres que corren suerte distinta al resto de nuestros ciudadanos. Como si pudiera mantenerse en pie la teoría de las dos ciudades antagonistas.
Es decir, que situados ante un momento nuevo (que sea novedoso depende de los mismos protagonistas del evento), dos datos están claros: la Iglesia Católica tiene que integrarse en su propia sociedad civil para desarrollar su tarea de salvación y de liberación, pero además esa sociedad civil ya no es de cuño cristiano/católico, sino de carácter secular y, en tantas ocasiones, secularista. Como consecuencia, nuestra compleja Iglesia Española, vía su Conferencia Episcopal, tendrá que vérselas de igual a igual con otras realidades que laten y protagonizan el momento espacio/temporal que vivimos todos. Sin complejos de superioridad, pero tampoco dominada por complejo alguno de inferioridad. Saber estar entre quienes están, hombro con hombro, ésta es la cuestión. Admitiendo la confrontación si se produjere. Con serenidad y con reciedumbre.
Todo esto tiene una lectura completamente sencilla si lo referimos al acontecimiento episcopal recién sucedido: es de desear que el conjunto de nuestro episcopado, que marca pautas de conducta y de acción para los demás (o debería marcar tales pautas), intente, sin prevención y sin miedo alguno, sumergirse en esa historia social única para hacer presente de forma institucional y visible que Jesucristo es alguien presente, con algo concreto que comunicar a los ciudadanos, pero sobre todo algo relativo a sus vidas y a sus esperanzas de futuro. Evitando, si fuere posible, la tentación de hacerse presente tan sólo en momentos de advertencias, de acusación y de radical diferencia, porque entonces la Iglesia acaba apareciendo como una maestra reductora de sentimientos humanos y nunca como fraternal compañera de viaje. En esta tarea, tan noble para una sociedad que tiembla de inseguridad y de amoralidad, pero que también encierra sueños de ilusión y de cambio, la Iglesia tiene un quehacer excelente y nuestros obispos un horizonte de positividad amplio y luminoso: ayudar a vivir y a convivir desde el Evangelio, hundidas sus intenciones en ese magma que antes aludíamos como patente en los grandes magazines radiofónicos, pero que surge en todos los productos mediáticos del momento español.
¿Que bajarse de la acera al asfalto tiene sus riesgos? Puede. Pero no está escrito que los obispos españoles tengan que jugar de forma repetida la carta de la seguridad a ultranza, en comunión con quien se jugó la vida en confrontación con todo tipo de autoridad, pero también supo estar junto al hombre y a la mujer de su momento societario. ¿No sería mucho más apreciado que nuestros hermanos mitrados vivieran ese conjunto de pasiones y de ilusiones que viven los que están en relación de fe con ellos, pero además son ciudadanos y están sometidos al férreo marcaje de la cotidianeidad? Si Juan PabloII ha conseguido algo en lo que casi todos, sin prejuicios, estamos de acuerdo es su obsesiva intención de estar junto a la gente, como ha demostrado en sus repetidos viajes. En este momento sobran otras consideraciones, y hay que quedarse con su percepción de que, encerrado en el Vaticano, sería imposible conducir a tanta gente lejana, diversa, cotidiana.
Este asunto está claro que no afecta solamente a nuestros obispos, recién reestructurados en sus responsabilidades de la Conferencia Episcopal Española. Afecta al conjunto de los creyentes católicos, y tanto más cuanto el compromiso con la Iglesia Católica es más estrecho. Sería una veleidad desconocer o no citar el dato. Pero como tantas veces el episcopado es objeto de críticas casi sumariales, entonces puede resultar confortante para su tarea recién inaugurada saberse acompañados por el interés de quienes, más allá de la crítica demoledora, muestran sus deseos y esperanzas. A fin de cuentas, nos jugamos el porvenir de la Iglesia Católica en España entre todos los creyentes católicos, es cierto, pero con evidente protagonismo de nuestros obispos, que tienen el carisma y la obligación de dirigir los caminos de la Nueva Evangelización en una sociedad como la nuestra.
En fin, que esta nueva época tendría que caracterizarse por la visibilidad de una Iglesia para la sociedad, de la Iglesia Católica española para la sociedad española, donde está radicada. Ahí coincidimos todos, los más avanzados y los más conservadores. Todos. Y puede que solamente cuando nos encontremos en ese magma societario, solamente entonces, intuyamos tantas coincidencias como necesitamos encontrar. Nuestros obispos, en esta recién inaugurada andadura, es de esperar que ocupen lugares estratégicos de intuición y de encuentro.
Norberto Alcover es escritor y profesor universitario.
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