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Tribuna
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Soldados

Hay cuarenta o cincuenta soldados en un barco, mirándose unos a otros; sus expresiones están brutalmente desfiguradas por el sufrimiento, después de una interminable batalla, y, aunque ninguno hable, nosotros podemos oír lo que están pensando: ¿De qué nos conocemos? ¿En dónde estuvimos juntos? Si se dicen eso es porque ya se ven en el futuro, porque se imaginan dentro de diez o doce años cruzándose por una calle de Nueva York o Madrid o Calcuta con uno de esos otros hombres de los que una vez estuvieron tan cerca como para compartir con ellos su propio miedo. Sin embargo, al verlos, uno tiene la sensación de que no sólo son esos otros hombres quienes van a convertirse en unos extraños, sino también ellos mismos en cuanto descubran que la guerra les transformó en quienes no eran, en personas peores, más salvajes, que luchaban a muerte sin saber muy bien por qué ni contra qué, que fueron engañados y utilizados. Uno de los más lúcidos lo explica con una frase tremenda: sólo nos quieren muertos o dentro de su mentira.Toda esa secuencia pertenece a La delgada línea roja, una película impresionante en la que Terrence Malick reflexiona sobre la guerra, la ambición, la cobardía, la soledad, el engaño y el precio terrible que tienen que pagar los engañados. En tiempos de paz, en épocas más tranquilas que la reflejada en el formidable alegato antibelicista de Malick, para muchos un ejército será nada más que una mentira más pequeña y menos peligrosa, pero no dejará de ser una mentira. De hecho, no deja de resultar sintomático que acabe de conocerse la preocupación entre las autoridades civiles y militares ante el escasísimo número de españoles que deciden enrolarse en las filas del futuro ejército profesional, que es bastante menor de lo previsto. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que en un país con la tasa de paro que dicen que hay en España no surjan más voluntarios dispuestos a conseguir un trabajo en apariencia seguro y un sueldo más o menos decente? La respuesta no puede ser otra que ésta: la gente desconfía, cree que la institución armada está aún muy lejos del país que se ha construido fuera de los cuarteles, piensa en ella como en un largo túnel que tiene a alguien como Milans del Bosch en un extremo y a alguien como el sargento Miravete en el contrario. Ésa no es ni por asomo toda la verdad, pero tal vez sí una parte.

Paseando por algunas zonas de Madrid, cuando veo a los reclutas entrar y salir de ciertos bares, montar guardia en sus garitas, subirse a un tren o mirar con cierta melancolía a los ciudadanos sin uniforme, siempre tengo una sensación de injusticia idéntica a la que tuve mientras hacía la mili. ¿Qué derecho tiene el Estado a robarles un año o algo más de sus vidas, a interrumpir sus estudios o su carrera profesional, a separarlos de sus familias? A ciertas personas que, a pesar de todo, somos aún tan estúpidas como para confiar en alguna que otra utopía, nos ocurre que seguimos soñando con un planeta donde los ejércitos ni siquiera existiesen. Pero si eso es imposible, creo que sí se puede exigir que los jóvenes a los que no les interesan ni los tanques ni los desfiles se libren de la tortura o, en el mejor de los casos, del aburrimiento que les supone el servicio militar. Cuando el ejército se vea como una posibilidad profesional en vez de como una obligación penosa, habrá logrado su mejor victoria: la normalidad.

Para que eso ocurra, tiene que ofrecer más cosas y quitar menos, ser más atractivo y menos amenazante; tiene que vivir separado de la sociedad civil porque cuando se mezcla con ella los resultados son muy tristes y conducen a preguntas muy tristes: ¿cómo es posible que en una democracia los jueces encarcelen a los objetores de conciencia? Puede que dentro de cualquier organización castrense tener conciencia importe menos que ser obediente, pero uno debería llegar a eso mediante una elección personal, no por decreto.

Mientras las cosas no avancen un poco más, a uno le seguirán dando pena los soldados a la fuerza que se ven por la calles de Madrid, el modo en que pasan por esa parte de sus vidas que les parecerá tediosa e inútil y por la que querrán ir muy deprisa, como los personajes de Terrence Malick, aunque sólo sea para conseguir olvidarla pronto.

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