Allá en el Rancho Grande AGUSTÍ FANCELLI
Él es Gabriel, El Mallorquí, inquero (de Inca), de 63 años. Un tipo franco. Lo suyo, dice, es "traginar": se va al Montseny a comprar leña, a Berga así que apuntan las primeras setas, a L"Ampolla y a Lleida en busca de aceite y por supuesto a Mallorca, donde carga la bodega del buquebús con toda suerte de bienes: sobrasadas y demás embutidos, ensaimadas, tomates "de penjar", grandes y pálidos ("los únicos con los que se puede hacer un pan con tomate decente. En Barcelona de éstos no hay"). Llegó a Poblenou hace 32 años. En realidad no llegó a Poblenou, sino al Rancho Grande, un sub-barrio entre las calles de Sant Martí de Provençals, la Selva de Mar y un descampado del que ya entonces se decía que un día sería la Diagonal. El Rancho Grande tomó el nombre de una casa de comidas así llamada, aunque nunca exhibió rótulo alguno que lo confirmara. Gabriel se casó con la hija del dueño, en la época en que el establecimiento ofrecía dos menús, uno a 15 y otro a 17 pesetas. Ella es la Rosa, la Rosa del Rancho Grande, de 60 años. Su padre abrió el local un lustro antes de que ella viniera al mundo. La niña estudió en la Academia Puig, cerrada aunque todavía visible en el pasaje de Mallart, que comunica la hoy Diagonal con la calle de Pujades. Daba clases allí la "senyoreta Enriqueta", una institución, y le ayudaba en la escuela su marido, Julio, de profesión trompetista de banda. En el descampado ante el Rancho Grande se organizaban verbenas, partidos de fútbol y alguna que otra corrida de plaza portátil en la que toreaba Juanito de los Ríos antes de dar el salto a la Monumental. Del Rancho Grande al bar de la Rosario, en la esquina de enfrente, se avisaban por cable: un cable aéreo que cruzaba el descampado y a cuyo extremo iba atada una campanita. Los parroquianos de la Rosario sabían así cuándo les llamaban por teléfono, al único existente en aquella zona. Más tarde el Rancho Grande se hizo también con el primer televisor que hubo en ese extremo de la ciudad, un Marconi imponente desde el que el personal seguía las incidencias del Barça. Hay un tercer personaje en esta historia. Es la Mercè, también llamada La Thatcher, de Horta, que de chica se instaló en el Poblenou con su familia. Su padre intercambiaba pescado por ladrillos con el padre de la Rosa. La Mercè también estudió en la Academia Puig. Luego fue tejedora en la casa Marimon, en la calle de Àlaba, donde se rodó La saga de los Rius. Antes de que llegara El Mallorquí, algún domingo la Rosa y la Mercè cruzaban la frontera del barrio y se llegaban hasta Piscinas y Deportes, para bailar las canciones de Conchita Bautista, Lita Torelló, José Guardiola... Ahora, la Rosa, la Mercè y el Gabriel son vecinos de la Diagonal. El Rancho Grande, que sigue sin mostrar cartel alguno, da al neonato paseo. El local no ha cambiado mucho. Al fondo, una vieja higuera busca el aire y el sol a través del techo. El Mallorquí se encarga de las brasas, la Rosa está en la cocina y la Mercè atiende a las mesas. Se come de narices. Sin mediar palabra te traen una bandeja de embutidos que quita el hipo. Luego te puedes meter una judías "del ganxet" con sobrasada y panceta y unos escamarlans a la brasa, vuelta y vuelta, jugosos y recios como no se ven. O unas sardinas a la plancha. Por encargo te pueden preparar langosta, tombet, caldereta o arròs brut (caldoso, con pollo, pichón y setas). Los sábados, para desayunar -abren a primera hora y a mediodía; cierran los domingos-, hacen frit a base de menudos de cordero. ¿Por qué les explico esta historia? Porque es una historia que se acaba. El Mallorquí y la Rosa están encantados con la nueva Diagonal: antes o después venderán para que allí se construyan pisos. Se retirarán al Port de Pollença, ya está decidido. Y que les busquen. Tal vez los hijos abrirán un nuevo local, pero no hay nada seguro. Esta crónica irritará sin duda a algunos asiduos del Rancho Grande. Entre ellos a los indígenas de Palo Alto, con Javier Mariscal al frente. Y también a Miquel Barceló, Xano Armenter, Soledad Sevilla, el dibujante Óscar y el pastelero Escribà. Puede que irrite incluso a la infanta Cristina, que en 1996 estampó su firma en el libro de la casa, con un sonriente corazón adjunto que da cuenta de una feliz digestión. A nadie le gusta que le descubran sus rincones culinarios secretos. Pero es que era una obligación moral decir qué bien se come allá en el Rancho Grande, allá donde vivían -y viven, ya por poco- El Mallorquí, la Rosa y la Mercè.
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