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Senderos de gloria

La muerte de Stanley Kubrick nos devuelve al recuerdo de la mejor película de guerra de la historia del cine: Senderos de gloria. Y esa cinta, tanto tiempo prohibida, permite confirmar una afirmación de Claudio Magris en Microcosmos según la cual la contemplación del caos suprime fe e ilusiones, pero no las buenas maneras, la limpieza del estilo y ese melancólico respeto decimonónico que es una de las formas de la bondad. Así que, aceptando su definición del café como academia platónica, deberíamos concluir con Magris que en esta academia no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto, y al mismo tiempo reconocer enseguida que toda endogamia es asfixiante; incluso los colleges, los campus universitarios, los clubes exclusivos, las clases piloto, las reuniones políticas y los simposios culturales son la negación de la vida, que es un puerto de mar.Pues menuda dosis de endogamia la del último fin de semana con un menú informativo compuesto de actos de exaltación partidista y de otras tantas contundentes desautorizaciones de los adversarios políticos. Pero ni siquiera la saturación en la que entramos cuando se acercan las elecciones puede ofuscarnos. Quede claro, de una vez por todas, que las inhibiciones en estos asuntos son contrarias al interés general. El público espera de la oposición socialista que, cualesquiera que hayan sido sus desfalcos cuando era Gobierno, permanezca ahora vigilante y denuncie cuantos abusos detecte por cuenta del PP y viceversa. Porque sería inaceptable que el PP, para granjearse la indulgencia del PSOE, le ofreciera desistir de las reclamaciones por los excesos en que hubieran sido sorprendidos. Éste de los partidos es un antagonismo luminoso que nunca puede sustituirse por la opacidad del consenso entre ellos para oscurecer las cuentas, los cohechos o las prevaricaciones a costa siempre del ciudadano contribuyente.

Pero, volviendo a Kubrick, recordemos que en la política como en la guerra la cuestión no estriba sólo en obtener una "victoria", entendida como beneficio neto, pues también cuenta la "gloria" y para conseguirla es necesario atenerse a determinadas reglas con frecuencia poco prácticas. El Estado, en cuanto escenario privilegiado en el que se discute la hegemonía política de sectores sociales -según alerta José A. Piqueras-, ofrece un terreno propicio para librar intereses económicos. Por eso es tan interesante la sistematización de las modalidades más frecuentes de interferencia de objetivos económicos en el poder político y tan exacta la afirmación de nuestro autor de que ninguna de las grandes fortunas formadas en el Ochocientos -¿sólo en el Ochocientos?- fue ajena a alguna de las posibilidades de acumular y reproducir capitales a la lumbre del poder.

En cuanto a los últimos viajeros llegados de Moncloa, refieren que el presidente Aznar presenta síntomas avanzados del síndrome que afectó a sus predecesores . Señalan en particular que el actual inquilino ha hecho trasplantar a los senderos de gloria de Moncloa dos olivos milenarios (?) y que se le ha visto reaccionar ante preguntas sobre asuntos internacionales como lo hacía, por ejemplo, Adolfo Suárez a propósito del estrecho de Ormuz. Sólo cuando La Vanguardia le interrogó sobre si querría la mayoría absoluta asintió aclarando inmediatamente que, en ese caso, seguiría gobernando igual. Es decir, que o le sobrevino la conciencia del susto ciudadano generado por esa hipótesis o consideró alcanzada la cumbre de lo inmejorable. Sabemos que esa hemorragia de autosatisfacción se produce cuando se alcanza la fase del carisma y se han alejado convenientemente todos aquéllos que demostraron alguna capacidad de contradecir al líder. Pero conviene advertir que la virulencia del síndrome muy bien descrito en los manuales es compatible con las salidas al exterior del recinto monclovita siempre que sean dentro de una burbuja circundante de altos cargos que garantice la esterilización. En todo caso, se prefieren los contactos a través de los medios e incluso en los congresos y demás comparecencias se montan inmensas pantallas para satisfacer de paso el gusto del público congregado que quiere presenciar cuanto ocurre a través de una pantalla, como si lo viera por televisión. Pero, entonces, para lucir bien se requiere mantener impasible el ademán.

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