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Estudios contra Humanidades

Darío Villanueva

El reciente cambio ministerial abre un nuevo paréntesis en la reforma de nuestros estudios humanísticos, asunto que ha cobrado singular protagonismo social desde que el Ministerio de Educación y Cultura procediese en 1997 a esbozar un "Plan de Mejora de la Enseñanza de las Humanidades en el Sistema Educativo Español". Como es bien sabido, luego de diversos avatares en el Senado y el Congreso, dicho plan propició que la Conferencia de Educación, compuesta por los responsables estatales y autonómicos, crease un grupo de trabajo presidido por el ex ministro de Educación y Ciencia Juan Antonio Ortega y Díaz Ambrona, que elaboró un dictamen finalmente publicado en junio de 1998.Sus conclusiones, no por más documentadas y elaboradas dejan de parecernos menos convencionales y previsibles: que, dada su trascendencia para la formación integral de las personas, es preciso reforzar el estudio de las Humanidades en secundaria y bachillerato con medidas específicas en cuanto a las lenguas, la literatura, la historia, la geografía, la cultura clásica y la filosofía, para lo que se recomienda también una reestructuración de los contenidos didácticos sobre la moral y la ética.

Al hilo del debate abierto, soy de la idea de que la Universidad debe hacer su propio examen en lo que a su responsabilidad en la deshumanización de los estudios se refiere. Si todavía mantenemos una brizna de pensamiento crítico, no es de recibo que descarguemos todas las responsabilidades de la situación en factores externos a nosotros mismos, y no cuestionemos ni por un momento la estructura autónoma que hemos querido darles a nuestras comunidades científicas y académico-docentes.

No faltan voces acreditadas entre los especialistas que, por caso, apuntan hacia el economicismo de una historia que sustituye el relato fundamentado e interpretativo de los fenómenos ya pasados por un estudio casi exclusivo de magnitudes materiales referidas a los procesos de producción y sus agentes. El papel de la persona queda así totalmente obviado, pues los individuos se reducen a meros datos estadísticos. Otras veces, por el contrario, la historia es leída a la luz de la llamada culture of complaint - la cultura de la queja de Robert Hughes- como la reivindicación retrospectiva, y paradójicamente progresista, de algo que fue hace dos, tres o cinco siglos, pero que se quiere introducir en la formación de las nuevas generaciones con el fin de reescribir el pasado como antesala de un futuro profético.

Algo semejante se puede afirmar a propósito de las lenguas. En el momento en que dejan de ser explicadas como un poderoso elemento de comunicación que transmite además un amplio complejo de valores culturales para transmutarse en el signo definitorio de una identidad nacional, y por lo tanto política, su papel en el currículo humanista experimenta una modificación sustancial. Muchas veces alterado también, ya en lo que se refiere a las técnicas de su estudio, por el predominio de las logomaquias teorizantes, que por la vía de lo generativo y lo transformacional sumen al alumno en la perplejidad de descubrir como un galimatías lo que hasta el momento les parecía un instrumento innato de comunicabilidad.

El hecho es que en cualquier progama educativo humanista, desde el propio trivium medieval, las disciplinas ligadas a la expresión lingüística, por oral o por escrito, ocupan un lugar preeminente, como no podría ser de otro modo. A lo que hay que añadir el aspecto de la comprensión, pues los otros contenidos humanísticos -históricos, filosóficos, éticos, geográficos, etcétera- están ante todo plasmados en textos lingüísticos que cumple saber interpretar.

El proceso de la formación humanística se funde, pues, en medida considerable con el de la adquisición por parte del individuo de la competencia hermenéutica, que además le será singularmente valiosa para defenderse ante la avalancha de los mensajes mediáticos propios de esta era de la información, y para comprender y hacer valer sus derechos ciudadanos en el marco de una sociedad democrática cada vez más abierta, pero también más compleja, y en ciertos aspectos decididamente deshumanizadora.

En esta "filologización" de las Humanidades hay consenso, así como en el diagnóstico de que, por ejemplo, el problema de la "corrección política", tan agudo en las universidades norteamericanas antaño refugio amable para los humanistas, es ante todo un asunto de expresión lingüística sobre el que se construye el germen de una dictadura política que ya no es de Estado ni de Partido, sino de la propia Sociedad. Repárese, a la vez, en que la institución más granada de la sociedad civil es precisamente la lengua, configuración social libérrima a partir de esa capacidad humana a la que conocemos como lenguaje. Y para alcanzar cabalmente el dominio del lenguaje es insustituible el estudio de la literatura, que proporciona de consuno todos los beneficios de la formación humanística y favorece el desarrollo de la sensibilidad estética.

Así pues, en el eje de todo el proceso educativo debe figurar la lectura, que no es otra cosa que una actividad ejercida por un sujeto individual, en el marco de una de las manifestaciones de la tecnología de la palabra, para experimentar emociones artísticas, adquirir conocimientos sobre el ser humano y su mundo, y dotarse de estrategias hermenéuticas que le permitirán seguir interpretando, así como hacer explícitas sus propias interpretaciones en situaciones de intersubjetividad. El dictamen de 1998 antes mencionado explicita esta axialidad en la cuarta de sus conclusiones, al tiempo que recomienda la lectura con fines documentales -no estrictamente literarios- y la formación de los estudiantes como usuarios de bibliotecas y otros centros de documentación, los cuales, obligadamente, estarán cada vez más tecnologizados.

Ciertos excesos teoréticos de nuestros estudios universitarios de las Humanidades, susceptibles de contaminar los niveles educativos precedentes, aparecían ya denunciados en 1991 por George Steiner en su polémico pero inexcusable libro Presencias reales. Hay allí un diagnóstico atinado, aunque hiperbólico, de nuestra cultura, en la que se da el predominio agobiante "de lo secundario y de lo parasitario". La fraseología del gran filólogo de Ginebra y Cambridge restalla como latigazos, y tiene un fondo de razón que coincide con lo también denunciado entre nosotros por Francisco Ayala: que el bizantinismo se ha apoderado de amplios sectores de nuestra Acadamia humanística, especialmente en el ámbito norteamericano donde el misreading de Derrida ha hecho estragos en el antaño razonablemente pragmático close reading de los textos literarios, hasta el extremo, concluye Steiner, de que "nuestro discurso habla sobre el discurso, y Polonio es el maestro".

Porque, paradójidamente, la evolución interna de los estudios humanísticos, en determinadas direcciones al menos, lejos de propiciar un afianzamiento de las humanidades las ha debilitado, deconstruyendo, o jugando a desconstruir, el tronco principal que las sustenta: el reconocimiento de la capacidad que los textos tienen para crear sentidos, con el concurso imprescindible, a través de la lectura, de la inteligencia y la sensibilidad humanas.

Darío Villanueva es catedrático de Teoría de la Literatura y rector de la Universidad de Santiago de Compostela.

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